Clepsidra
Por una irrisoria suma de aproximadamente 31.000 votos, de un total de más de 5 millones de electores, el candidato ecologista Alexander Van der Bellen se convirtió en el nuevo presidente de Austria por los próximos seis años, después de quedar segundo en la primera ronda de los comicios con un 21,3%, frente al 35,1% alcanzado por su contendor, el ultranacionalista Norbert Hofer, y así evitar que esa bella tierra de música y encanto se convierta en el primer país de la comunidad europea, en ser administrada por un gobierno de ultra derecha.
Esta hazaña nos remontó como un Déja vu, -ese fenómeno que nos hace tener la sensación de volver a vivir un evento o experiencia que ya se ha experimentado en el pasado- a un suceso acontecido hace casi un siglo, cuando pasada la Primera Guerra Mundial y Alemania se debatía en medio de una terrible crisis económica y social, un joven austríaco que se había desmovilizado de la contienda con el grado de Cabo, fundaba su partido Nacional Socialista, orientado a reivindicar los daños que atravesaba su pueblo, a raíz del Tratado de Paz de Versalles y del maltrato que éste sufría, por parte de las tropas extranjeras de ocupación. Ese ciudadano era nada más ni nada menos que Adolfo Hitler.
Hoy sin embargo, pese a esa pírrica victoria del independiente Van der Ballen, ha quedado establecido que la ultraderecha ha partido en dos a la sociedad austriaca, empero, permaneciendo latentes los argumentos que utilizó Hofer para su victoria en primera vuelta: sustentados en la espantosa crisis migratoria, la avasallante incursión del islamismo, y un creciente descontento por falta de reformas efectivas para reactivar la economía, argumentos válidos que ahora esgrime para asegurar que su partido ha “inaugurado un cambio” en Austria y ha comenzado una nueva era “hacia una democracia directa y de referendos vinculantes”.
Este fenómeno que ha causado un terremoto político, al dejar por primera vez en más de 50 años, por fuera de la carrera presidencial a socialdemócratas, democristianos y a los socios del gobierno izquierdista que ha gobernado la escena política austriaca desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ha debido concitar la más profunda inquietud de Bruselas, pues el avance del nacionalismo ha contagiado a Francia, Alemania y a otros países de la comunidad europea que atraviesan por los mismos problemas que Austria.
La Constitución austriaca otorga al presidente electo la potestad de decidir a quién encarga la formación del gobierno sin la obligación de optar por el líder del partido que haya sido más votado, como ha sido hasta ahora la costumbre en Austria. Una situación casi parecida a la de enero de 1933, cuando Hitler fue nombrado canciller imperial y, un año después, a la muerte del presidente Paul von Hindenburg, se autoproclamó Líder y Canciller Imperial.
En lo que a los bolivianos respecta, lamentamos no poder contar más con un aeropuerto seguro en Europa, donde S.E. pueda aterrizar en casos de emergencia. Es así como Austria nos sorprende de nuevo.
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