[Raúl Pino-Ichazo]

Carta al padre y a la madre


El genial y depresivo Franz Kafka escribió una profunda, paradigmática y emotiva declaración de incomprensiones en la relación padre e hijo. Y su pródiga pluma de pensador consumado pudo desentrañar, sin hipérboles, la urdimbre de relaciones complicadas, hasta intolerables, por la capacidad de resistencia espiritual que Kafka descompone con sorprendente exigencia a sí mismo, para descubrir la verdad en la profundidad de sus sentimientos incipientes y los hace trascender con notable destreza en la expresión del lenguaje, en la construcción de las situaciones con dominio de la gramática depurada, que ningún lector de esta obra logrará sustraerse a su emotividad, pues se identifican en el relato similitudes con la propia relación paternal.

Debe tomarse en cuenta que esta obra fue escrita en idioma alemán y fue un problema recurrente resolver las aglutinaciones que se repiten en el idioma original; afortunadamente el idioma español es similarmente rico en expresiones y correspondencias y se puede inquirir sobre la verdad de la intención del autor hasta la acción y efecto de averiguar y descubrirla.

Traducir, como lo han hecho los magníficos traductores de esta excepcional obra, es tarea ímproba en cuanto es difícil que alguien que traduce que sea honesto y exento de vanidad no sienta, al ver impreso su trabajo, un dejo de insatisfacción. Lo que siempre concede aliento al traductor es la voluntad inmarcesible y sin concesiones de seguir puliendo sus herramientas, que son el conocimiento del lenguaje, sus expresiones, aglutinaciones, la terminología y el concepto certero para conformar una semántica comprometida y concomitante a su profesionalidad.

Este artículo no es una recensión de la sensible obra de Kafka, pues se ha elaborado decenas de ellas, por lo contrario, es exaltar con amor la figura de la madre ante la proximidad del día del ser más importante de la creación. Todos preservamos recuerdos de pequeños, cuando la voz de la madre era la que más credibilidad generaba y afirmaba o negaba algo en el hogar para conferirle a esa acción formativa la posibilidad de existir y con ello se erigía en nosotros niños la imagen del ser más fuerte de la tierra al sostenernos con sus preceptos claros e irrefutables.

A medida que como niños nos conocíamos a sí mismos, comenzamos a cultivar ese amor a la madre, pero cometimos el grave error irreparable de no decírselo frecuentemente: ¡Eres la mejor madre! Esa voluntad firme por la decisión prudente, certeza e inmediata en las vicisitudes gratas e ingratas del hogar, nos enseñó por paradigma e imitación consciente a pedir lo que necesitábamos y a ser solidarios con los requerimientos, si había hermanos. No necesitábamos pedirle que nos abrazara y nos besara las veces que sean, cuando estábamos tristes, pues su percepción era celestial.

La función de preservar la vida y la salud por la alimentación es el logro consulado de las madres, ya que no obligaban a comer, empero, enseñándonos a masticar convirtió a la acción de comer en un verdadero placer, a sentir con la intensidad de las papilas gustativas lo que nos metíamos a la boca, en nuestros cuerpos de niños. Nos enseñó a pensar mientras se mezclaba la comida con la saliva y a ser conscientes de que esa mezcla iba a nutrirnos.

La filosofía útil de sus conversaciones nos hizo identificar la obligación de reconocer y pagar nuestras obligaciones, creando así el equilibrio entre el César y Dios, y a respetar nuestros compromisos, aunque fueran cosas de niños.

La proclividad de una madre para inducir a la comprensión de sus actos de carácter e inamovilidad en la decisión tomada, aunque ante nuestros ojos aparentaban ser crueles, no era otra acción inequívoca de transmitirnos formación con autoridad persuasiva, que sería solo hacernos cambiar de opinión de manera persuasiva, es decir doblegando nuestra voluntad y abonar así el terreno de la seguridad para nuestra independencia frente a la vida lo más pronto posible.

La pérdida de una madre es irremplazable y es una falacia pensar o creer que se puede superar ese trance aciago de su muerte, ¡siempre se notará su ausencia y el doloroso vacío!

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