[Isabel Velasco]

Un Robin Hood criollo


Domingo Navarro, alias “El Correvolando”, fue desde muy niño un hábil y escurridizo amigo de lo ajeno quien por el año de 1900 tuvo en “jaque” a la policía de nuestra ciudad.

Su fama de ladronzuelo repercutió de uno a otro confín. Su audacia para trasladarse como una sombra perdida en la oscuridad de la noche hicieron de este personaje novelesco y misterioso un sujeto inolvidable, no solo por la sutileza de su ingenio, sino también porque habiendo consagrado su vida al robo, jamás cometió un “crimen de sangre”. Combinaba su habilidad para apoderarse de los bienes ajenos con una inclinación innata para aliviar la miseria humana allí donde la encontraba, constituyendo su principal característica el placer inefable que decía experimentar al convertirse en declarado protector de los desheredados, siendo así engrandecido por la fantasía popular y objeto de las simpatías y admiración de los pobres que tenían en el a un osado defensor.

Este Robín Hood criollo distribuía el fruto de sus latrocinios entre los pobres de la ciudad, siendo así uno de los personajes más requeridos y recordados de aquellos tiempos.

Dicen que era un hombre fuertemente constituido y dotado de una agilidad que justificaba su popular nombre de guerra, de estatura mediana, moreno y de ojos negros y vivaces. Insinuante y comunicativo, se expresaba con soltura y un invencible gesto de ironía realzaba el aplomo que no hubo de abandonarlo ni en las más difíciles circunstancias. Hallaba amigos e inspiraba simpatías donde quiera que posara su planta, al punto de que en todas partes hallaba un albergue contra las persecuciones de la policía.

Un robo novelesco y audaz era en todas partes la señal inequívoca de su presencia, pues retaba osadamente a la justicia, dejando en el teatro de sus fechorías un recibo suscrito con su nombre y otorgado a favor de su propia víctima.

Entre las múltiples historias del Correvolando está el Asalto a la Bettiger Trepp Company, cuyos asientos mineros se encontraban en la localidad de Araca. Un día se anotició de que los directivos de la compañía mandaban una remesa de dinero suficientemente grande para cubrir los gastos de sueldos, salarios y pulpería de los mineros, oficinistas y obreros. Para este atraco el Correvolando trazó su plan perfectamente y acompañado de sus “compinches” se fue a esperar la diligencia, la cual hacía su viaje de La Paz a Araca y en un recodo del camino, enmascarado sorprendió a los viajeros. Después de haberse apoderado del dinero, los puso contra el paredón y en vez de matarlos les extendió un recibo con su firma, el cual decía: “He recibido de la firma Bettiger, Trepp Co. la suma de 5.000 bolivianos a cuenta del dinero que Bettiger debe a los pobres por tanta riqueza que explota” Firma: El Correvolando.

Cuentan que justamente después de este robo, la mañana del 25 de diciembre de 1902 se presentó en el patio del antiguo Hospicio de niños huérfanos de San José elegantemente vestido con tarro y bastón, saludó a la Madre Superiora diciendo ser un acaudalado minero, hizo pasar al patio del Hospicio una legión de diez mulas cargadas con grandes bultos repletos de golosinas y ropas fruto de su robo a Bettiger y Trepp y repartió todo entre los niños en medio de gran alborozo y lágrimas de felicidad.

Privado de todo conocimiento e instrucción, el “Correvolando” se convirtió en un benefactor sentimental de las multitudes y suspendido su espíritu inculto entre el delito y el ideal humanitario, pretendía absolverse a sí mismo de sus culpas invocando el hecho real de que robaba a los ricos para beneficiar a los pobres.

Un 13 de junio del mismo año apareció una gran cantidad de dinero en la alcancía del “Cepillo de San Antonio” de la Basílica de San Francisco, suma más que suficiente para beneficiar a todas las familias pobres que no pedían limosna y recibían ayuda de los padres franciscanos. En ese Día de San Antonio los sacerdotes se encontraron con varios sobres con la firma del Correvolando.

Perseguido por la justicia por sus delitos, se veía siempre huyendo de un lugar a otro, la gente le tenía un escondite para cuando escapaba, fue apresado y procesado en Uncía, remitido al Panóptico de La Paz, de donde consiguió evadirse para caer nuevamente en la población de Ayo Ayo; logró huir disfrazándose con el capote del guardia. Sabiendo después que el centinela recibió 500 latigazos por esta falta, lo buscó y le devolvió su capa y 500 Bs. Uno por cada azote que le habían dado.

Al fin se nubló la estrella de su suerte y en 1903 después de haber robado una mula a un mercader austriaco en el Tambo Quirquincho se fue a dormir tranquilamente. No faltó un soplón que avisó al gringo que el Correvolando rondaba por ahí con mula y todo y en un episodio de película el austriaco se enfrentó con el Correvolando más la mula y le disparó un tiro de revolver en el pecho, dejándolo instantáneamente muerto.

Así acabó la turbulenta vida de aquel ladrón famoso que según decían se había consagrado a proteger al pobre, sin haber manchado jamás sus manos con una gota de sangre y fue el primero en romper la tradición de que era imposible evadirse del Panóptico de La Paz.

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