Si se compara el breve código de conducta atribuido a la civilización incaica con el decálogo judeo-cristiano, con los cinco pilares del Islam o con otros estatutos morales de las religiones orientales, se advierte inmediatamente que la defensa de la ortodoxia religiosa, la correcta observación de los ritos y la prevención de los delitos de sangre no representaban las preocupaciones primordiales de los legisladores incaicos, pero sí cómo refrenar la propensión a la pereza, a la mentira y al robo. Si estas inclinaciones merecían tanta atención, era porque probablemente constituían pautas de comportamiento muy expandidas en la época prehispánica, pautas que configuraban seguramente una especie de riesgo para la sociedad de entonces. Estas normas éticas han sido sacralizadas en el texto constitucional boliviano vigente desde 2009. Digo sacralizadas porque cumplen allí una importante función de propaganda y auto-afirmación cultural e ideológica, que como tal no obliga a ningún comportamiento concreto. Y al mismo tiempo esta mención en la Carta Magna dificulta un análisis crítico de esta temática, que tomaría entonces el carácter de una blasfemia contra principios casi sagrados.
La posible tendencia a la pereza tiene que ver con fenómenos contemporáneos comprobados empíricamente y medidos con alguna precisión, como se puede observar fácilmente mediante las publicaciones del Foro Internacional de Productividad de las Naciones Unidas. La baja productividad laboral y los fenómenos de informalidad e inconfiabilidad - bajo cuyos efectos se halla todavía una gran parte de la población boliviana- tienen ahí importantes antecedentes socio-culturales, intensificados por las pautas recurrentes de comportamiento de la época colonial española y preservados por el inmovilismo cultural que ha caracterizado al país en el terreno de las normas cotidianas de comportamiento.
Estas afirmaciones deben entenderse como hipotéticas y provisionales, sometidas al escrutinio del mejor argumento, y no como una muestra de menosprecio hacia las culturas indígenas. A lo largo de la historia universal casi todos los modelos sociales han experimentado una evolución de lo simple a lo complejo. Los códigos éticos han exhibido una tendencia muy marcada a preservar elementos arcaicos; en todos los ámbitos culturales se puede percibir una tensión entre el desarrollo técnico-económico y el carácter conservador de los códigos de conducta. Después de todo, uno de los temas principales de la literatura de todas las culturas es la incongruencia entre realidades sociales y valores éticos. Muchos de los dilemas de las sociedades altamente desarrolladas del Norte han resultado de la insuficiencia actual de sus estatutos morales, que no brindan luces en torno a los problemas que surgen de la aplicación de la ciencia y la tecnología a la vida cotidiana. El decálogo judeo-cristiano, que conforma la base ética de la civilización occidental, no contiene normas adecuadas para todas las múltiples facetas de la vida contemporánea; los dos mandamientos de naturaleza erótico-sexual, por ejemplo, son simplemente ignorados por casi todos los individuos que viven dentro de esa cultura.
Pese a una fuerte tendencia actual, impulsada por intelectuales izquierdistas e indianistas, que la considera como un dechado de virtudes democráticas, sostengo que la herencia indígena en el campo de la cultura política ha sido proclive al autoritarismo en general, al consenso compulsivo y al verticalismo en las relaciones cotidianas. La llamada democracia del ayllu del mundo andino o democracia comunitaria directa está basada en un sistema rotativo en la repartición de cargos directivos en el seno de las comunidades campesinas, en las cuales todos los varones mayores de edad llegan a ejercer esas responsabilidades. Pero precisamente este hecho, que hace superflua la competencia ideológica y programática entre varios postulantes, muestra el carácter conservador de esta institución. Si todos los adultos pueden ejercer indistintamente un cargo directivo, significa que todos repiten las mismas actuaciones y se comportan de manera muy similar cuando detentan el poder local. No hay, por lo tanto, una competencia genuina en torno a políticas públicas diferenciables según corrientes diversas de opinión y programa. Esto quiere decir que las autoridades en esas comunidades originarias preservan de generación en generación algunos principios centrales en el terreno de las normas políticas, aunque, por supuesto, pueden darse mejoras técnicas que no alteran decisivamente el campo de la cultura.
Es probable que la cultura política indígena haya sido, al mismo tiempo, poco favorable al respeto de las minorías y los disidentes dentro de sus propias comunidades. Aunque aseveraciones generales son precarias e inseguras, se puede afirmar que la pervivencia de los hábitos tradicionales no fomenta el espíritu indagatorio, que, a su vez, constituye el fundamento del mundo moderno basado en la ciencia, la tecnología y las innovaciones en todos los ámbitos. Las civilizaciones precolombinas no conocieron ningún sistema para diluir el centralismo político, para atenuar gobiernos despóticos o para representar en forma permanente e institucionalizada los intereses de los diversos grupos sociales y de las minorías étnicas. La homogeneidad era y es su principio rector. El autoritarismo ibero-católico se sobrepuso al indígena y logró perpetuarlo. Una buena porción de las convenciones y las rutinas de la era colonial que perviven hasta hoy provienen del legado indígena, cuyos logros en otras áreas están fuera de toda duda (por ejemplo en la agricultura, las artes plásticas y los sistemas de solidaridad práctica), pero es de justicia llamar la atención sobre los peligros inherentes a un modelo demasiado homogéneo y cerrado de organización sociopolítica.
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