El ejercicio más natural y más provechoso de nuestra alma es, a mi entender, la conversación. No hay cosa en la vida que me parezca más agradable. Por esto, si me dieran a elegir, antes querría perder la vista que el oído o la palabra. Los atenienses, y aun los romanos, honra-ron mucho este ejercicio en sus academias. Algo queda hoy de esta práctica entre los italianos, y con gran fruto para ellos, según puede advertirse comparando nuestro entendimiento con el suyo. La conversación al punto interesa y educa, mientras que el estudio es tarea lánguida y que no apasiona. Si yo discuto con un espíritu vigoroso, con un buen luchador de la inteligencia, pronto hace presa en mí, asaltándome a diestro y siniestro. Sus ideas provocan las mías; la rivalidad y el amor a la gloria me empujan y redoblan mi ingenio, porque no hay nada tan aburrido como el completo acuerdo de una conversación.
Mas así como nuestra alma se fortifica por el contacto con inteligencias potentes y ordenadas, así también se corrompe en gran manera si entra en relación y comercio con espíritus bajos y enfermizos. No hay contagio como éste: me consta por propia experiencia. Me gusta mucho hablar y discutir, pero en provecho mío y entre pocas personas; porque hacerlo en público, para diversión de los príncipes, con toda la parada de ingeniosidades y palabrería, me parece oficio harto impropio de un caballero.
La necedad es, ciertamente, un defecto; pero lo es igualmente, y no menos inoportuno, el no poder soportarla, irritándose ciegamente contra ella, como me pasa a mí. Y yo soy quien se acusa ahora. Yo discuto con tanta mayor libertad cuanto que las opiniones que oigo encuentran en mi ánimo un terreno mal preparado para que puedan echar raíces. No hay aserto que me asombre, ni creencia que me hiera, por contraria que sea a las mías. Cualquier fantasía, aun la más vana y extravagante, se me antoja bien explicable como producto del espíritu humano. Los que negamos a nuestro juicio el derecho de sentenciar, somos muy tolerantes, con la diversidad de opiniones, y aunque nos les prestemos asenso, siempre les prestamos oído.
Sócrates acogía sonriendo todas las objeciones que se le hacían, porque conociendo su propia fuerza y pensando que al cabo había de llevar la mejor parte, veía en ellas materia de nuevos triunfos. Nosotros sentimos, por el contrario, que nada nos hiere tanto como la suficiencia y el desdén del contrincante, y que es precisamente el más débil el que mejor debería aceptar las objeciones y reparos que enderezcan o ilustran su juicio.
Miguel de Montaigne
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