I
Aunque resulta extraño el título, ya que por sí mismo el Estado es una construcción de la sociedad y, por lo tanto, es propiamente una “entelequia” o sea la realización de toda la perfección que un ser puede alcanzar, lo que supone cumplir un proceso cuya finalidad se halla en la misma entidad que lo cumple. Entrañando, por lo tanto, una tarea permanente en el que la institucionalización forma parte importante de este propósito de la sociedad, en especial en un estado de derecho en el que debe existir una clara y transparente relación jurídica entre las personas, así como entre el Estado y la sociedad.
Se descarta, en consecuencia, cualquier atisbo de discrecionalidad, menos de autoritarismo del poder transitorio, utilizando pretextos de cualquier orden ya que siempre estará latente el peligro de una descomposición social o enfrentamiento que solo perjudica a la construcción de esa entelequia, que en su imaginario supone la existencia de una sociedad próspera y pacífica que es el deseo de la mayor parte de la sociedad boliviana, que a lo largo de su historia ha pasado por demasiados episodios de odio e infelicidad colectiva.
El tema central de discusión pareciera estar en la necesidad de establecer una auténtica y clara institucionalidad pública, donde no sean manoseadas la reglas del juego producto de la “interpretación” de la letra muerta de las normas, donde se omite su “espíritu” que es lo que más debería importar en una discusión que pudiera ser considerada medianamente constructiva, especialmente cuando ve afectado el poder para quienes representa el fin en sí mismo, aunque se apele al patriotismo, que en este caso está más cerca del patrioterismo que es mediático y demagógico.
Para que exista institucionalidad es necesario que las organizaciones sociales y los individuos estén sujetos a normas, a procedimientos y a protocolos estables y conocidos, que perduren en el tiempo más allá de los individuos que las integran, para lo cual es esencial su respeto a fin de lograr su regularidad y continuidad, que son claves fundamentales para su permanente desarrollo.
Regularidad en el sentido que todas las acciones se ajustan a reglas pre-establecidas y comunes a todos, y continuidad en el sentido que toda la acción pública, que el conjunto de la función pública actúa bajo una lógica de proceso, de un continuo ininterrumpido de decisiones impersonales que aseguran la continuidad y la permanencia de la institución.
Como sostiene Manuel Luis Rodríguez, “Las instituciones crean historia (y no solo su propia historia) y operan como mecanismos complejos de reproducción social que cristalizan y mantienen reglas y construyen alrededor suyo imaginarios simbólicos que, a su vez, se auto reproducen en el tiempo y en el espacio social y político”. En otras palabras, solo quienes están apegados a la institucionalidad son los que “hacen historia”, que no es lo mismo que “pasar” por ella, ya que cualquiera puede hacerlo, como ocurre con todos los personajes que ocupan cronológicamente sus páginas, cualquiera sea su estirpe o condición humana.
Las instituciones, añade Rodríguez, proporcionan el espacio organizacional y normativo desde donde las demandas y aspiraciones de la ciudadanía pueden transformarse en políticas públicas, desde donde el poder ciudadano no se agota ni desaparece, sino donde encuentra (aunque sea provisoriamente) el cauce formal para que se materialicen en decisiones y en soluciones. La dialéctica de orden y movimiento que relaciona a la ciudadanía y el aparato del Estado, no reside solamente en la legitimación que ésta otorga a las autoridades y representantes mediante el ejercicio del sufragio, sino sobre todo por la incidencia que tienen los mecanismos de participación ciudadana en los procesos de toma de decisiones de la política pública.
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