Gastón Ledezma Rojas
Con esta amarga y angustiosa expresión, hace más de medio siglo el ilustre jurista español Ángel Ossorio abría la primera página de su recordada obra deontológica “El alma de la toga” y proclamaba con orgullo, a la vez que humildad, que “los que en verdad lo somos (abogados), participamos de honores que no nos corresponden y de vergüenzas que no nos afectan”, frase última que convoca a un severo examen del colectivo social y de los propios abogados en particular.
Esta conclusiva expresión es resultado anticipado de los eslabones que conforman esas “vergüenzas” en que incurren algunos abogados y de las que, sin dicho eufemismo, se refieren a una suerte de ignominias, escándalos, deshonores, torpezas, inmoralidades y otras calificaciones atribuidas por sinonimia a este vocablo. Abogados que son luego autoridades judiciales y de otro género.
Ante estas circunstancias de crudeza lacerante, se levanta la justa protesta social que interpreta las ponderadas opiniones y medulares críticas que surgen ante la grave problemática del sistema judicial que parece sucumbir. De otro lado, no faltan quienes en el remate del desatino llegan a atribuir a la majestad de ese valor, Justicia, ser la actora de aquellas “vergüenzas” para ludibrio de la profesión. De ahí que, sin el mínimo escrúpulo se hable de “corrupción de la Justicia”, y otras ofensas que los abogados no deben consentir.
El prestigioso y reconocido tratadista argentino Roberto Dromi subraya a su vez en su obra “El Poder Judicial”, que éste se desprende del centro unitario del poder político, para revestir idéntica jerarquía constitucional que los otros poderes, porque en democracia surge el Poder Judicial “que es” y que se aparta del Poder Judicial “que debe ser”, en su proyección metafísica.
El abogado aparece aquí como actor del proceso, en el rol decantado que le corresponde como auxiliar de la justicia. Vittorio Emanuele Orlando eminente jurista, citado por Chiovenda, decía que “el abogado, día tras día, en medio de los dolores y de las desventuras ajenas, es el intérprete, el paladín, el dispensador. Y por esto la abogacía, aun cuando sea una libre expresión, es al mismo tiempo y ante todo, un oficio público, situado en el mismo plano que la magistratura”: Es a esta preferencia que debe aspirar el jurista.
La moral y ética son los valores que conforman el alma del abogado, sin ellas resulta difícil definir su razón de ser en una sociedad organizada y, aún más, como factor fundamental en un auténtico Estado de Derecho, cuya realización solo se hace posible si en el desempeño de la magistratura, la independencia e imparcialidad se erigen como indestructibles columnas de garantía para el ciudadano.
La abogacía de hoy, particularmente en el país, se encuentra en estado de crisis: crisis de una ética íntegra y no a medias; crisis de calidad formativa y crisis de superación; una crisis existencial de endiosamiento utilitarista, ausente de toda espiritualidad: crisis de la buena fe que Caivano advierte en la obra “Ética de abogados”; crisis de conducta que abre las compuertas a la impávida corrupción.
El insigne autor Rafael Bielsa decía con firmeza que “la ética profesional es el secreto del triunfo, no solo del triunfo profesional, sino el triunfo de la persona misma”. Y, en apoyo de esta verdad en 1969, Calamandrei en su obra “Demasiados abogados” prevenía que es tarea de los Colegios Forenses, “además de la inspección sobre la preparación profesional compete la vigilancia de la moralidad y de la corrección profesional de los ya matriculados; es más, la vigilancia de la conducta de los profesionales y el correspondiente poder disciplinario, una de las funciones más importantes y más características de estos Colegios”.
Se observa con inocultable estupor el comportamiento de algunos abogados jueces, fiscales y otros operadores que soslayan o eluden sus mínimas exigencias éticas, trocándolos con la incondicionalidad y el servilismo en su actuación. Descontamos, empero, que los hay quienes ejercen la profesión con lealtad, probidad y buena fe, con celo, saber y superación, siendo por ello merecedores de elogio, respeto y consideración. Similar merecimiento tienen los pocos que son víctimas de la fuerza del poder que persigue torcer conciencias y se resisten a ser sacristanes de amén.
Ahora que nos encontramos ante un evento de verdadera significación -como la denominada “Cumbre Judicial”- resulta paradójico que el abogado, facultades de Derecho, Colegios de Abogados y otras entidades académicas de la materia, no sean los principales actores de esta “Cumbre”, sino “unos más”, si acaso se les reconoce su jerarquía.
En ninguno de los “6 ejes” tratados por las “pre cumbres” se advierte alguno que tenga elemental relación con los problemas neurálgicos existentes, si de veras se pretende una revolución en el sistema judicial para que este evento no haya sido un simple borrajear de fútiles proposiciones.
El autor es abogado.
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