El poder en Perú ha quedado en dualidad como resultado de las elecciones generales realizadas recientemente. El presidente electo, Pedro Pablo Kuczynski, ganó la consulta ciudadana por menos de uno por ciento de los votos emitidos, algo de lo que no se tiene memoria que hubiera ocurrido antes en Latinoamérica.
Su contendiente, Keiko Fujimori, en cambio, tendrá el control del Parlamento, al haber logrado en la primera vuelta de la elección que los candidatos de su organización política obtengan los dos tercios de votos.
Algo que también es poco frecuente que se produzca.
Con los dos resultados, se concluye que forzosamente tendrá que afianzarse un poder compartido, de lo contrario se impondría el inmovilismo en el Perú, lo cual repercutiría negativamente en su proceso de desarrollo y crecimiento.
Esto tendría que suceder siempre que en ambas partes prevalezca el racionalismo, pero en política no siempre ocurre ello. La mayor parte de las veces acontece más bien lo contrario. La experiencia que se tiene al respecto es muy desalentadora, casi en la generalidad de los países latinoamericanos, empezando por contabilizar el nuestro.
Por lo general, más fuerza tienen los enconos políticos, con mayor frecuencia cuando se trata del ejercicio del poder, donde están en juego intereses personales o de grupo, antes que la práctica del bien común.
A todo esto, el detalle más impactante es que la sociedad peruana se encuentra totalmente polarizada. Visto desde fuera, impresiona mucho esta situación, aunque en Bolivia sucede algo similar. Sus efectos los experimentamos nosotros y es de condolecerse que lo mismo vaya a registrarse en Perú.
Puede expresarse lo anterior porque la polarización frena el progreso de los pueblos, debido a que no se tiene un norte común por el que el mismo sea acelerado. Ocurre a la inversa, la dispersión y el divisionismo esterilizan los esfuerzos y sus consecuencias son el atraso y la pobreza, en particular cuando se trata de países que se hallan en estos trances.
Del futuro gobernante peruano se tiene muy buenas referencias profesionales y personales, de manera que puede ser provechoso su aperturismo para el acercamiento e incluso una eventual unificación, aunque siempre remota cuando de por medio están la política y los intereses subalternos.
En tanto, de Keiko Fujimori se dispone de testimonios parecidos, puesto que ella es más fruto de la pugna y el disenso, al menos de lo que se conoce hasta ahora.
En este punto, sin embargo, es lamentable que se hubiera recurrido a los antecedentes políticos del padre para descalificarla y encontrar como única fórmula en contra suya para que el pueblo peruano deje de votar por ella.
Entre los seres humanos, la prevalencia de comportamientos e incluso de ideas es individual. Efectivamente, se hereda el apellido, pero en ningún caso sus mismos actos y menos sus conductas, sean buenas o malas. Si fuera así, querría decir que estamos en un mundo de estereotipos y esto sería un reverendo absurdo.
En todo caso, Keiko Fujimori, a pesar de tener solo 41 años de edad, tuvo oportunidad de experimentar por sí misma todos los avatares de la vida y de la política. Por tanto, no puede decirse que vaya a ser una especie de más de lo mismo.
En el escenario donde ahora tiene que desenvolverse ciertamente es una incógnita. En sus manos tiene la mitad del poder de su patria y ello tiene exigencias muy particulares.
Obviamente, lo deseable sería, al menos por el bien del Perú, que tenga disposición para el entendimiento y la concertación con el otro poder, que si bien es el ejecutivo, tendrá “las manos atados”, como decía el expresidente Gonzalo Sánchez de Lozada, porque sus decisiones, las mayores en todo caso, como son las leyes, dependerán plenamente del Legislativo. Sin olvidar las interpelaciones y las peticiones de informe, que suelen ser buenos medios para frenar los procesos administrativos de los países.
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