Aprender significa también poner en cuestión las enseñanzas anteriores, las opiniones que se arrastran de tiempos antiguos y las convicciones que parecen sólidamente fundamentadas. Esta actitud crítica es la mejor manera de ingresar a la modernidad y consolidar la democracia. En el campo de las relaciones exteriores, en el cual Bolivia ha tenido una fortuna generalmente adversa, necesitamos generar interpretaciones que se sobrepongan a la coyuntura del momento y a las modas de la temporada, y para ello es preciso un esfuerzo sostenido que derive en una política de Estado, es decir: en un designio de largo aliento, apoyado por las principales tendencias políticas e ideológicas del país y exento de las veleidades de los gobiernos de turno.
La escuela del realismo es algo altamente diferenciado y simultáneamente instructivo, y su utilidad práctica es considerable. Incluye ante todo el designio de aplicar principios racionalistas al ámbito de la pugna perenne de las naciones entre sí, para evitar conflictos innecesarios y reducir al mínimo los daños y riesgos que implica siempre el juego de las voluntades políticas. Se trata, manifiestamente, de una racionalidad instrumental, que deja de lado toda consideración ética. Es una corriente de pensamiento que se abstiene de calificar moralmente los intereses nacionales y que más bien propugna un análisis frío y serio de los mismos, lo que, en el fondo, contribuye a concertar soluciones pragmáticas en los casos conflictivos. Su importancia precisamente en el contexto boliviano radica en dos aspectos: (1) conseguir una base firme, con los conocimientos adecuados, para trazar una cartografía de los genuinos intereses nacionales a largo plazo, y (2) comprender de manera precisa los intereses ajenos, para precaver la formación de ilusiones inútiles sobre el comportamiento de los otros y también para prevenir la formación de mitos y leyendas en el campo propio.
Experimenté un acercamiento pedagógicamente interesante a la escuela realista cuando asistí a un curso de historia europea del Siglo XIX que dictó el catedrático invitado Henry Kissinger en mi alma mater, la Universidad Libre de Berlín, a comienzos de la década de 1960. Kissinger no tenía entonces su fama posterior, pero ya se comentaba que mantenía nexos con las altas esferas del gobierno en Washington. Como docente invitado Kissinger no hizo ninguna alusión a estos posibles vínculos y se esmeró en mostrarnos las ventajas de un enfoque estrictamente realista en asuntos de política exterior. Era el tema de su libro más logrado, “A World Restored”: el diseño de una política conservadora en un mundo revolucionario. No poseía la densidad teórica ni el brillo retórico de otros profesores, pero manejaba una cantidad impresionante de datos históricos y conocía todas las interpretaciones imaginables del periodo estudiado, que puede ser descrito como la constitución de un equilibrio siempre precario entre las potencias europeas -después de las guerras napoleónicas-, basado en los intereses materiales y estratégicos de las mismas y no en sentimientos, tradiciones, mitos, ocurrencias o decisiones personales y cortoplacistas.
Aunque Kissinger se refería a la Europa de los Congresos a partir de 1815 y a la obra de estadistas como Metternich y Castlereagh, él mismo postulaba la validez general de su enfoque y la necesidad de emplearlo en todo el mundo para establecer relaciones exteriores racionales y previsibles. Como se sabe, Kissinger aplicó estos principios poco después, cuando al mando de las relaciones exteriores de los Estados Unidos, reconoció a la República Popular China e inició una era de cooperación fructífera con ese país. Algo así necesitamos en nuestras relaciones exteriores.
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