La bella imagen de San Antonio, que se venera en la Basílica de San Francisco, llegó de España durante la época colonial, ya acreditada de milagrosa. Quienes la ven con atención sienten tiernos y amorosos afectos, su rostro angelical inspira los más puros sentimientos y desde aquellas lejanas épocas de nuestros tatarabuelos es Patrono de la Juventud Paceña.
Dice que desde aquellos tiempos del coloniaje las jóvenes acudían a verlo con ansias y anhelos vehementes para pedirle el milagro de tener un novio guapo, que luzca bien, si es posible un Adonis amoroso y de buen carácter. Que tenga oficio y beneficio, mejor aún con hacienda y mucho dinero, es decir el esposo ideal.
Por su lado los jóvenes se inclinan fervorosamente ante él, para pedirle una linda y hermosa novia, hacendosa, virtuosa, una niña de su casa, que no sea pizpireta, mucho menos coqueta, buena madre y gentil esposa. Una mujercita que sepa cocinar, coser, lavar y planchar para llevarla al altar.
En los tiempos de nuestros abuelos, no era muy difícil para el Santo hacer posible las peticiones de los jóvenes casaderos y enamorados, es por eso que el 13 de junio, fiesta de San Antonio, toda la juventud se preparaba con gran emoción para asistir a los festejos, los que se organizaban con gran algarabía en el templo de San Francisco.
Todos los devotos y muy especialmente las señoritas de esas épocas de oro del 1900 al 1940 esperaban con entusiasmo ese acontecimiento religioso, para el cual los curitas franciscanos hacían lo posible para darle el mayor realce posible.
Esta fiesta se realizaba desde el primer día de junio hasta el 13 con todo el esplendor social posible. Toda la ciudadanía paceña se daba cita durante los 13 días para rezar la tradicional “Trecena de San Antonio” y escuchar los sermones de los oradores de esas épocas.
Los jóvenes de esos tiempos eran elegantes y para esta fiesta se arreglaban con especial interés, pues iban convencidos de que allí mismo, en la iglesia el santo les haría el milagro.
Los “pijes” se situaban en las naves laterales del templo, para desde allí poder mirar a las muchachas acomodadas en la nave central, acompañadas de sus padres y familiares. Miradas van, miradas vienen, San Antonio desde su esplendoroso trono a un costado del Altar Mayor, comenzaba los milagros. En efecto, los jóvenes que de “antemano” habían “echado el ojo” a las dueñas de sus sueños, pedían vehementes al santo ser correspondidos y el milagro no se hacía esperar, pues ellas contestaban inmediatamente con una sonrisa escondida detrás de los velos, iniciando así un romance de miradas que indicaba “pololeo seguro”. A todo esto los padres, enfrascados en sus rezos, no atinaban a otra cosa que disimular, las madres haciendo girar entre sus dedos las cuentas del rosario y los caballeros retorciéndose los mostachos sin piedad.
Concluida la ceremonia, el gentío abandonaba el templo, los galanes se adelantaban en salir para posesionarse del atrio formando un callejón, a fin de ver la salida de las muchachas, quienes pasaban delante de ellos en medio de un concurso de piropos y lisonjas, dichas con toda mesura y elegancia. Allí se producían los primeros encuentros con los padres, quienes saludados cortésmente por los petimetres no podían impedir la gracia de permitirles acompañarlos hasta sus casas.
Independientemente de estos oficios religiosos, las misas y trecenas, las chiquillas escribían cartas a San Antonio, las cuales eran entregadas al sacristán para que él las depositara a los pies del Santo, importantes misivas con ruegos y peticiones como la siguiente:
“San Antonio milagroso, yo te pido con fervor un esposo cariñoso con dinero y mucho amor”.
No existía casa en toda la ciudad que no poseyera una imagen del Santo con una vela prendida constantemente durante los 13 días del mes de junio, ya sea pisando cartas o con la imagen de cabeza hasta que se produjera el milagro de una relación. Para las jovencitas, a las que “más o menos ya las estaba dejando el tren”, San Antonio era la esperanza, el consuelo y el receptor de sus angustias, oraciones y también castigos.
Durante los días que antecedían a la fiesta del Divino Antonio, el templo de San Francisco siempre se encontraba lleno, hasta después de la trecena, en esos tiempos no existía abogado con más clientela en la Basílica que el bendito Antonio. Los jóvenes de esas épocas escribían cartas, las hacían bendecir y le rezaban con fervor.
La fiesta de este santo fue para nuestros padres y los padres de ellos un acontecimiento de esperanza, dignidad y elegancia. Una demostración del enorme sentir decente del pueblo, una festividad de significancia emocional de galantería y fineza de la juventud de entonces, que nunca fue alterada ni ensombrecida con leyes, pues en esos tiempos la juventud conocía y practicaba la decencia y las buenas costumbres.
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