Punto aparte
III
Verónica Ormachea Gutiérrez, distinguida periodista y excelente escritora, es autora del libro titulado “Los Infames”, cuya segunda edición fue presentada recientemente en el Círculo de la Unión. Tiene muchos valores literarios, sobresalen las tres mayores historias que expone con notable lucidez.
Las dos primeras las comentamos en columnas anteriores y ahora abordamos la tercera que, para simplificar la impresión recogida, estremece el alma. No se encuentra una explicación razonable sobre la tenebrosa experiencia humana que se tuvo en el campo de esclavismo y terror de Auschwitz, instalado por inspiración de Adolfo Hitler, un psicópata que tuvo la siniestra habilidad de encandilar al siempre admirable pueblo de Alemania, entre 1932-1939.
En ese lugar endiablado se esclavizó, humilló y mató en cámaras de gases a millares de judíos y presuntos adversarios políticos del nazismo. Aunque esta es una historia muy conocida como uno de los hitos más repudiados de la Segunda Guerra Mundial, Verónica se empeñó en investigar algo o mucho de lo sucedido en esa antesala del infierno para incluirlo en su libro, el tercero de su producción literaria.
Auschwitz formaba parte de Oswiecim, un pueblo de Polonia, país vecino a Alemania. Los nazis le pusieron ese nombre para que nadie supiera de su existencia y menos llegara al lugar. Verónica cuenta que se trataba de una ciudadela que sirvió antes para que funcione un cuartel, por lo que tenía decenas de barracas y caballerizas.
Precisamente estos serían los lugares donde recluían a los presos, de ambos sexos, a quienes, empero, aparte de torturarlos se los ponía a trabajar a punta de golpes y amenazas armadas. Verónica refiere que el sitio recluía a israelíes de todos los países de Europa que fueron capturados por el nazismo, así como homosexuales, gitanos, eslavos, soldados rusos que eran tomados prisioneros en la guerra, testigos de Jehová, presos políticos y polacos.
El seguimiento que hizo Verónica para contar una experiencia personal en ese campo de concentración es el de una joven polaca llamada Varinia, la que fue llevada a ese lugar de suplicio, porque formaba parte de una familia semita. Era madre soltera, de un niño llamado Boris, como su padre, pero además esperaba encontrar allí a sus padres, que meses antes fueron apresados por los nazis que ocuparon Polonia, el primer país agredido, que dio lugar a la Segunda Guerra Mundial.
Al ver a Varinia alta, grande y fuerte, los esbirros de la SS la seleccionaron inmediatamente para trabajar. A ellas y a otras 700 mujeres las llevaron a una plaza, en medio de golpes y vociferaciones las alinearon para tatuarlas con un número en el brazo. La jefe de vigilancia del grupo tenía el nombre de María Mandiel.
Ésta, con voz ronca y a gritos, les hizo conocer las “reglas del juego” y les dijo que les tenía una “sorpresa”, cuando estaban ya en una barraca. A tres mujeres les hizo subir a una banqueta y les pusieron un cordel grueso en el cuello. Inesperadamente, una guardia pateó las banquetas y las mujeres quedaron colgadas y murieron. “Que les sirva de escarmiento”, les gritó a las presas, que temblaban de miedo ante semejante atrocidad de la que podían ser víctimas.
En este tramo inhumano y trágico, el libro relata casos de violaciones a las mujeres. Varinia llega a ser embarazada y luego la someten a un brutal aborto. Observa que miles de personas, hombres y mujeres, eran llevadas a los crematorios y cámaras de gases.
Fue elegida para trabajar en un lugar cerrado llamado “Canadá”, donde los nazis tenían acumulados cientos de maletas, bultos y ropa encima de largas mesas. Eran los bienes más preciados que arrebataron a los presos del nazismo. Las mujeres seleccionadas tenían que buscar las joyas y todos los objetos de valor que encontraran en el lugar para entregárselos a los SS. Éstos los enviaban a Alemania para seguir financiando el conflicto bélico.
Pasaron los años y de pronto circularon las versiones de que Alemania estaba perdiendo la guerra. Los nazis empezaban a huir como podían, pero no dejaban de seguir causando la muerte de cientos de prisioneros, a unos haciéndoles caminar extensos recorridos en pleno invierno y cuando sus vestimentas eran más harapos que protectores del mal clima. Por el rigor de la naturaleza, murieron.
A otros los embarcaban en trenes atestados que tampoco llegaban a buen destino, por tanto la gente que cargaban también moría. Estos y muchos otros cuadros más de la tragedia causada por una falaz causa política registra el libro de Verónica. Es historia, la gente joven de hoy ni sospecha de todo aquello. Los maduros y veteranos sí recuerdan todo lo que se publicaba y difundía en medios de comunicación, folletos, libros y el cine. De ahí que la Segunda Guerra Mundial quedó como el peor recuerdo que se puede tener de esos tiempos.
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