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Dawn Johnson tiene pinta de estar castigada por la vida. Los dientes descolocados, cicatrices en los hombros y brazos. En el porche de su casa, sentada, esta mujer no quiere revelar su edad. Con una de esas risas sonoras dice que no hay que preguntarle eso a una señora. La vivienda es de madera, sobre una base de cemento, de una sola planta. Es lo que llaman en Barbados una chattel house, una construcción de clase baja de la isla caribeña. Dentro, sus nietos y su madre ven Pulp fiction en una pantalla plana.
Una pareja blanca, de apariencia británica, baja la ventanilla de la puerta trasera. “¿Es aquí donde vivía?”, preguntan sin poner un pie en el deteriorado asfalto que atraviesa Westbury Road, este barrio popular a las afueras de la capital del país, Bridgetown. Johnson asiente. Sacan el objetivo de la cámara y toman una ristra de fotos a las paredes color crema, al techo verde, a las escaleras grises. Suben el cristal y el coche sale pitando.
—¿Pasa esto muy a menudo?
—Siempre que llega un barco con turistas. Vienen unos cuantos, preguntan, sacan fotos por la ventanilla y se van. Siempre.
Es una de las desventajas que tiene haber sido vecina de Robyn Rihanna Fenty, la veinteañera que ha vendido más de 54 millones de discos y 210 millones de canciones digitales, la cantante que ha arrebatado a Michael Jackson su puesto en el podio de los tres artistas con más números 1 en el Top 100 de Estados Unidos. La ventaja es que tu casa y tu nieto pueden verse en todo el mundo durante un segundo. El tiempo que aparacen en el videoclip del tema Cheers (Drink to that).
—¿Sabe cómo solía llamarla? Red Robyn Breast, como el pájaro. Siempre estaba cantando. Canciones de Mariah Carey, Whitney Houston, Celine Dion... Todo el día. Viviendo puerta con puerta me dirás cómo no íbamos a escucharla.
—¿Cantaba bien?
Se hace un silencio. La mujer mira a un lado, como dando a entender que tampoco era increíble.
—Digamos que sí.
Y vuelve a soltar una carcajada fuerte.
Resulta irónico que Rihanna, quizá la cantante pop más importante del nuevo milenio, venga de un lugar tan diminuto. Barbados es una isla del Caribe marcada por las plantaciones de caña de azúcar y la esclavitud. La propia diva debe sus ojos verdes a la ascendencia irlandesa de su abuela paterna, una mujer que pertenecía a lo que en la isla se conoce despectivamente como red legs, una suerte de white trash local que desciende de los trabajadores forzados previos a la mano de obra africana.
Vere Norris tiene 64 años y antes de ser el director de Combermere Memorial School —donde estudió Robyn antes de convertirse en Rihanna—, era profesor de español. Es una escuela grande, con más de 1.100 alumnos. Todos de uniforme. Todos negros.
“Empezó un poco antes de que yo llegase, pero coincidimos y me acuerdo muy bien de ella”, explica en un despacho abarrotado de trofeos deportivos y fotos de Rihanna hasta rozar el barroquismo. Recortes de periódico con su foto, uno de los discos conmemorativos que le entregaron por sus grandes ventas y que donó a la escuela… Un collage que no desentonaría en la habitación de un fan. “Rihanna no pasaba desapercibida. Aunque claro, entonces la llamábamos Robyn —continúa—. Era su forma de vestir, la manera de moverse, incluso aquí, que llevamos uniforme, lograba convertirlo en algo propio”.
Norris se levanta de la mesa, abre un cajón y encuentra lo que busca y abre el libro. Cinco adolescentes, todos vestidos de caqui, miran a la cámara en posición de firmes con un fusil apoyado en el suelo. “¿La reconoce? Fíjese, es esta”, dice señalando a la cuarta empezando por la izquierda. LCPL Robyn Fenty, reza el pie de foto. “Observe cómo lleva la ropa, lo bien puesta que está, iba así siempre, con todo en su sitio... Estos cadetes son conocidos por su disciplina”.
Rihanna también rompió una barrera racial hace un año, al convertirse en la primera mujer negra que protagonizaba una campaña para Dior. La relación con el mundo de la moda de esa chica de barrio es muy estrecha. Es habitual verla en la primera fila de muchos desfiles y ha diseñado colecciones para Manolo Blahnik o Puma. Según cálculos de la marca deportiva, Puma invirtió unos 392 millones de dólares en cerrar un contrato con Rihanna y el Arsenal, y sus ventas aumentaron en 848 millones. Además, Rihanna prepara una firma propia que se llamaría $CHOOL KILLS [La escuela mata].
La Rihanna actual parece seguir enviando ese mismo mensaje. Su cuenta de Instagram es @badgalriri, es decir, Riri la chica mala. Allí pueden verse su veintena de tatuajes: un halcón egipcio en el pecho, una pistola modelo Desert Eagle en el muslo derecho… Una estética que ha evolucionado desde la princesa pop de su primer disco hasta l’enfant terrible de Good girl gone bad y Rated R.
“La primera vez que la escuché fue en el concurso de Mister y Miss Combermere. Se subió al escenario y cantó Hero”, rememora Norris. “Tras esa canción reconocí que tenía algo especial. No era solo una chica cantando. Era una chica haciendo una performance. Lo tenía Robyn y lo sigue teniendo Rihanna”.
A los pocos meses Robyn entró en su despacho. Le dijo: “Señor, me gustaría pedirle permiso para ir a los Estados Unidos”. Aunque estaban en pleno curso él contestó inmediatamente que sí. Vio que era su oportunidad. Acababa de hacer una prueba con el productor Evan Rogers, junto al grupo que había formado con dos amigas. Rogers contó a Entertainment Weekly que “en el minuto en que entró Rihanna fue como si las otras dos chicas desaparecieran”. Se fue a Connecticut con él, grabó una maqueta de cuatro canciones y enamoró a Jay-Z, que le ofreció un contrato por seis discos con su compañía. “El resto”, sentencia el director, “es Historia”.
Desde que dejó la escuela, Robyn, ya convertida en Rihanna, ha vuelto una vez a Combermere. Fue en 2007, cuando donó el disco que cuelga en la pared del despacho. Conmemora la venta de un millón de copias de Music of the Sun, su álbum debut.
Robyn Rihanna Fenty nació el 20 de febrero de 1988. Su madre, Monica Braithwaite, era una contable afroguyanense. Su padre, Ronald Fenty, un supervisor de almacén con ascendencia irlandesa. Tiene dos hermanos directos y, como tantas otras familias en el Caribe, tres medio hermanos por parte de padre. Su madre abrió una tienda de ropa en Bridgetown, en el centro de la ciudad.
Aunque la cantante siempre la menciona como su gran modelo de vida, parece que no pasan por una buena relación. Cuando Rihanna viajó a Barbados con Oprah Winfrey en 2013, reveló que a su madre no le gusta que le haga regalos. Si además son muy caros suele devolvérselos. Pero en ese programa de Oprah’s Next Chapter le ofreció un presente difícil de rechazar: un chalet de lujo de cinco habitaciones.
De vuelta en su barrio, a unas tres casas de distancia de la vivienda color crema donde Robyn vivió hasta los 16 años, Kathiftfe Harris está en su porche con su nieto Tirico, que corretea sin pantalones. Como todos aquí, la recuerda perfectamente. “Yo no la oía cantar pero, justo antes de que Jay-Z la descubriera y se la llevara a Estados Unidos, le dije a un vecino que podía representar a Barbados donde hiciera falta, ya fuera miss Universo o cualquier otra cosa. Tenía muy buen aspecto, la mirada, la actitud, el cuerpo, el pecho... Era preciosa”.
Dawn Johnson, la vecina de al lado, saca con orgullo un libro de esos que los ingleses llaman coffee table. El volumen es grande, blanco, con una erre troquelada que ocupa toda la portada. Pasa las páginas enseñando fotos de Rihanna. “Aún me acuerdo cuando esperaba a su madre sentada en las escaleras de su casa”, cuenta. “Su familia era muy normal y su padre la quería mucho. Llevaban una vida tranquila, al menos hasta que su padre empezó a abusar de las drogas”.
Según cuenta el libro Rihanna: Rebel Flower, Robyn se sentaba en las escaleras del porche mientras sus padres se peleaban. Sabía que estaban discutiendo cuando encontraba papel de plata en el cenicero. Cerraba los ojos y los puños y se repetía a sí misma que nunca saldría con alguien como su padre.
Ronald sigue viviendo en Barbados y la relación entre padre e hija ha sido cercana pero en ocasiones también turbulenta, debido principalmente a sus problemas de alcoholismo. En 2013, cuando tocó fondo tras ser detenido por la policía en un bar, Rihanna le pagó una clínica de desintoxicación en Malibú. Pero no funcionó. En una gala benéfica organizada por la artista al año siguiente, lo echaron por beber. En una exclusiva del Daily Mail, Ronald explicó que tras las fotos en la alfombra roja y conocer a algunos famosos asistentes fue a sentarse en una silla y se cayó al suelo. “En el evento estaba muy deprimido”, dijo al tabloide. “Mis otros hijos no estaban invitados mientras que los primos y todos los demás del otro lado sí. Me hizo sentir mal y empecé a beber”.
—¿Se siente orgullosa de ella?
—Muy, muy, muy orgullosa. En Barbados nunca ha habido una mujer así. Su forma de llegar al estrellato fue increíble y ha ayudado a poner a Barbados en el mapa. Nunca nos ha olvidado. Habla de nosotros y ayuda a mucha gente por aquí.
Rihanna reparte su vida entre Nueva York y Los Ángeles. Suele volar en jet privado. Podría permitirse una flota. La revista The Richest calcula su valor neto en 140 millones de dólares y Forbes estimó que en 2015, cuando ya llevaba tres años sin sacar nuevo disco, ganó 26 millones de dólares. Su antigua mansión en Los Ángeles, con cinco dormitorios y ocho cuartos de baño, acaba de venderse por 14 millones. Nada que ver con ese bungalow de color crema donde pasó su infancia.
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