Clepsidra
A 207 años de haber dejado encendida una tea libertaria que jamás debería apagarse, don Pedro Domingo Murillo yace colgado de su antorcha y, con seguridad, gira intermitentemente en su tumba, ante los acontecimientos que se vienen sucediendo en esta su ciudad de Nuestra Señora de La Paz.
No existe un solo día en que los paceños no nos veamos acorralados en nuestros propios muros y asediados por una interminable secuencia de manifestaciones, bloqueos, desfiles, bailes y marchas, como fue el caso de los discapacitados, llevado con indecible crueldad, ya que yacieron por más de dos meses y medio de un gélido invierno, en las inmediaciones de su plaza, sin poder acceder a ella, expuestos a ser gasificados y, lo peor, a ser llevados a la cárcel por violadores. ¡Solo Dios sabe si habrá valido la pena inmolarse por la libertad de este pueblo!
De ser la locomotora de este tren que se llama Bolivia, hemos pasado de pronto a ser el furgón de cola. Nada explica la razón de esta mala suerte, ya que la sede de gobierno siempre se caracterizó por ser el crisol de la bolivianidad, donde el regionalismo y las poses de un patrioterismo obtuso nunca tuvieron espacio y, por el contrario, cambas, chapacos, cochalas, ayoreos o mosetenes fueron tan bienvenidos, como cualquier colla que nació de sus entrañas.
Asumiendo que ese indiscriminado cruce racial hubiese sido una de las razones de esta tragedia, antes de continuar con la construcción de esa estrafalaria “casa del pueblo”, donde ni el colonial sistema de alcantarillado de la zona tendrá la capacidad de desaguar semejante carga de los miles de habitantes que la ocupen, es menester la obligación de lanzar una señal de auxilio ante el mundo entero, a objeto de frenar este dispendioso ataque de egolatría que amenaza la salud de toda la nación. No es posible que veamos impasibles pasar ante nuestros ojos esta tragedia, sin alarmarnos y sin alertar a nuestros congéneres. Una sociedad, por más primitiva que esta sea, no suele perder su instinto de conservación y menos, de motu propio, constituirse en un foco infeccioso para su propia especie.
Sin embargo, como un atenuante de conciencia, habemos quienes creemos que ser sede de gobierno fue la causa de nuestros males. Por detentar dicho honor, allá por los 1900, ya nos trenzamos en una guerra civil donde al fragor de esa contienda fratricida, se llegó hasta el feo ejercicio gastronómico del canibalismo, precisamente en la localidad donde hace unos años cocinaron a su alcalde.
Por lo tanto, seguros de que esta sea la causa de nuestras desventuras, estamos a tiempo de corregir el rumbo creando, con el mejor estilo brasileño, una capital nueva, en algún lugar del extenso territorio patrio, donde se concentren padres y madres de la Patria, políticos y funcionarios públicos, diestros y siniestros y toda esa fauna de alcauciles que no dejan que haya paz para La Paz.
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