Jaime Alejandro Guerra Gutiérrez
Algunas veces, infortunadamente, no nos queda más que el orgullo. Y tal constatación sirve de firme consuelo ante las verdaderas pérdidas: las económicas, normalmente. No falta en nuestra sociedad quien se derrumba ante su inminente situación de pobreza, pero que se levanta de inmediato gracias a la reafirmación de su dignidad, que se sostiene con fuerza, a diferencia de otros, no se ha perdido. Sin embargo, sobrará también quien, de modo nunca exento de mala intención, responda que la dignidad es humana, que por tanto nunca se pierde y que le pertenece tanto al pobre honesto como le pertenece a cualquiera, al rico y poderoso que no se lo merecen, también al injusto. Y es así como éstos últimos aún siguen ganando.
Pero para que reine la calma y nadie se hunda, en el peor de los casos en la desesperación, es importante tomar en cuenta que si bien la mayoría no podrá disfrutar de las grandes cosas, unos cuantos interesados sí podrán gozar, aunque en notoria desventaja, de aquellos pequeños poderes de la función pública, destinados aun a aquellos que se encuentran en el último peldaño laboral. Sólo basta aceptar el pacto tácito y desequilibrado con la élite política, que así como cambia de tanto en tanto tiempo de color, nunca cambia de costumbres. Ésta se habrá quedado con todo y usted con nada o con casi nada (que es lo mismo que contarle con alegría que se ha ganado en un concurso la caja doblada del pastel, o una foto del pastel o la foto del verdadero ganador del pastel).
Usted se habrá quedado con el premio menor en la distribución del poder, con una sensación más parecida al goce psicológico que al bienestar material: en alguno de los casos, con uno de esos puestos, cuya única felicidad consiste en maltratar, con ferocidad, los nervios de los contribuyentes; o quizá habrá obtenido en su trabajo y con tanto esfuerzo el apodo de licenciado que le permita olvidarse, en esos momentos efímeros de alegría en los que puede sentirse con una mínima ventaja frente al otro, que a usted a duras penas le alcanza el sueldo para sobrevivir. En otras palabras, se habrá convertido (esperemos que no) en un rentista sin renta.
Y es que no todos los interesados (que no son todos, pero sí muchos) pueden disfrutar de los mecanismos de movilidad social propios de su país, del ascenso social repentino gracias a los favores de la política, ese equivalente boliviano (guardando las notorias diferencias y admitiendo la exageración y la existencia de quienes, sin duda, ven en su actividad política una ocupación noble) del sueño americano. En el pasado, la rígida estratificación social había mantenido en manos de unos pocos, lo que algunos consideraban, el derecho de la mayoría: el acceso a los recursos del Estado. Si ahora es posible disfrutar de ellos, que los disfruten todos, pero por turnos. ¡Y así que viva la democracia!
Sin embargo, uno puede equivocarse si cree que alguno de estos días, alguien le buscará para informarle que ya le llegó, por lo menos antes de morirse, la hora de obtener, en el último sorteo, el premio mayor de la lotería; y que aliste la maleta y la calculadora. Pues no. Para subir se debe contar con algo que muchos posiblemente no tienen, esa viveza criolla que ahorra los largos pasos hacia la cima, que no son pocos. Si uno, por el contrario, se ve más que todo ensayando en el espejo las excusas ante el jefe, cediendo el asiento, agradeciendo, pidiendo disculpas, llenando con fe y esperanza el vacío de la existencia, será mejor buscar, por tales tristes motivos relativos a su personalidad y actitud, un espacio en el ámbito privado o abrir un pequeño negocio, para engrosar, en el mercado, las filas de la economía informal. De otro modo, uno se deberá conformar con que no lo maltraten mucho y agradecer que por lo menos le permitan existir.
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