Economía de palabras
La primera vez que dudé de la capacidad del presidente Evo Morales de manejarse bien en diplomacia fue en 2006. Él estaba viajando a Estados Unidos y dijo que se proponía pedir al presidente George W. Bush que, por favor, amplíe la vigencia del ATPDEA para Bolivia. (Un acuerdo de eliminación de aranceles de exportación a cambio de que aquí se combata al narcotráfico).
Delicada misión para un presidente que se estaba estrenando en las filigranas de la diplomacia internacional. Hay que admitir que su eventual interlocutor, George W. Bush, no era una lumbrera, ni mucho menos. El boliviano estaba yendo a pedirle un favor.
Lo que falló aquí fue que, justo antes de partir, cuando se dirigía al avión (no era todavía el lujoso Falcon de 38 millones de dólares), el presidente cometió un error. Quizá se podía decir que fue un desliz. O una garrafal chambonada. O algo peor aún.
Dijo, al pisar el primer escalón del avión comercial que lo llevaría a Estados Unidos, lo siguiente: “George Bush es un terrorista”.
Estaba yendo a pedir un favor a Bush y lo llamaba terrorista. No es una buena introducción para un diálogo diplomático, ciertamente. Y menos para pedir un favor.
El norteamericano no lo recibió, como se podía suponer. Aunque quizá lo hubiera recibido. Era el mismo Bush que el otro día se puso a bailar en el homenaje a los policías asesinados en Dallas.
Por lo tanto, el ATPDEA se perdió por aquel desliz. Y se lo perdió también porque, al poco tiempo, el presidente Morales expulsó al embajador Philip Goldberg, la DEA y a USAID.
Entonces, Estados Unidos, a los diez minutos de la expulsión de Goldberg, expulsó al embajador boliviano en Washington, un masista de apellido Guzmán. Así es cómo actúan todos los países del mundo. Aplican a ojo cerrado el principio de la reciprocidad, o de la represalia, o, si quieres, de la “retaliación”, un horrible anglicismo. El boliviano protestó en Washington porque, dijo, sus hijos estaban en el colegio y los iba a tener que llevar a Bolivia, perjudicando su educación.
Es decir que los chilenos, que no entienden nada de nada de la política exterior boliviana, no se tienen que quejar. Insultos, halagos, ofensas, súplicas, en ese orden: todo es posible.
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