Grandes trastornos políticos y de acometimientos luctuosos para los habitantes de La Paz se produjeron en 1861.
En enero el dictador José María Linares fue depuesto del poder por Ruperto Fernández y José María Achá. En octubre las feroces matanzas de Loreto en la Plaza de Armas y el Cuartel de la calle Sucre y en noviembre el terrible castigo del pueblo a los autores de esos asesinatos con la masacre de Plácido Yáñez, Luis R. Sánchez y Leopoldo Ávila.
El 1 de julio de ese año amaneció con una mañana fría, típica del crudo invierno, la fuerte helada había abrillantado los tejados de las casas, cubierto de hielo las acequias de ese entonces y ocasionado carámbanos de hielo en las pilas públicas de las calles y plazas de nuestra ciudad.
Los serenos de esos tiempos, retobados con cueros de oveja y enfundados en gruesos capotes de lana, recorrían paso a paso las calles encomendadas a su vigilancia, llevando un farol en la mano daban las horas de toda la noche y anunciaban el buen o mal tiempo a los noctámbulos y a los que dormían tranquilos.
“Son las doce! Sereno, señores, ¡Viva Bolivia! Retumbaba su voz en el silencio de la noche.
En las primeras luces del servicio de la mañana indicada percibieron el llanto de una criatura envuelta en una manta, que había sido abandonada en una puerta de la calle Ayacucho. La levantaron con cuidado y se la llevaron al Cuartel de Rondines, era un varón recién nacido.
Anoticiado de este hallazgo el Cnel. Nicanor flores, Jefe del Batallón Primero de la guardia, a tiempo de dirigirse a la lista de diana, ordenó al Intendente de Policía envíe al niño al cuartel situado en la calle Sucre. Una vez allí comunicó el hecho en rueda de oficiales y haciendo formar el batallón en cuadro “les entregó” al pequeño desconocido con frases humanitarias e insinuantes, recomendándoles a todos, jefes y oficiales, lo amaran y cuidaran con desvelo. Propuesta que fue aceptada con nutridos aplausos, tocándose dianas y cuecas por la banda.
Diligentemente los sargentos y cabos del batallón convocaron a un concurso de nodrizas entre el grupo de “rabonas” madres, presentándose al momento más de veinte, alegando la que más y la que menos, superioridad de condiciones en robustez y protuberancia de senos para amamantar al niño. En fin, no pudiendo el “jurado calificador” satisfacer las exigencias de las unas y las otras se optó por el sistema de “turno semanal”.
Como el “angelito” no podía quedarse “moro”, acordaron bautizarlo con toda pompa en la Santa Iglesia Catedral. Fue padrino designado el presidente de la República, Gral. José María Achá, la ceremonia contó con la concurrencia del gabinete de funcionarios del palacio y el Batallón Colorados Primero de Línea del Ejército Nacional, el mismo que uniformado de gran parada, hizo los honores consiguientes a su Excelencia y a su ilustre ahijado, quien fue llamado Simón en homenaje al Libertador.
Pasada la ceremonia y conducido el chico al cuartel bajo lluvia de flores y música ejecutada por la banda del batallón, se sirvió un excelente “lunch”, rociado con abundantes brindis de vinos y cerveza por el devenir del “Hijo del Batallón”.
Crecido y desarrollado el muchacho, formó plaza en las filas del Batallón Colorados que lo había educado, mereció al poco tiempo el grado de sargento con el apellido de Flores, en recuerdo al sereno que lo había recogido del abandono.
Provocada la Guerra del Pacífico con el asalto chileno al Litoral, el sargento Simón Flores marchó a la campaña con el loco entusiasmo de esos legendarios Colorados de Bolivia y en el sangriento combate del Campo de la Alianza el 26 de Mayo de l880 en una carga de bayoneta cuerpo a cuerpo con un soldado de la “Esmeralda”, juntos atravesaron simultáneamente sus relampagueantes cuchillos, boliviano y chileno, cayeron ensartados por sus bayonetas.
Así heroicamente, en aras de la Patria, rindió su vida el Hijo del Batallón.
En el Museo Militar del Parque Cousiño de Santiago de Chile, hay un lienzo que evoca este lance épico, ejemplo de arrojo y heroísmo que se expone a la posteridad.
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