“Chile no está obligado a negociar salida al mar”, dijo, hace poco, la presidenta Michelle Bachelet (EL DIARIO, 8 de julio de 2016). Son palabras vertidas al calor de la euforia política que no contribuyen a un proceso de integración que ambos países requieren para alcanzar los postulados de tiempos mejores.
Ahí tenemos a Bolivia y Chile impedidos, por un problema de índole histórico, de retomar las señales de reencuentro, cuya esencia honraría los tiempos de cambio que se imponen de cara al Siglo XXI. Hecho que permitiría, además, echar abajo las barreras diplomáticas del distanciamiento bilateral, por una diplomacia de acercamiento, con calor y afectividad. Entonces estaríamos hablando de integración plena en la acepción más cabal de la palabra. Una de carácter cultural, comercial, educativo y de salud, de manera fluida. Y obviamente se impondría la convivencia pacífica fundada en el entendimiento boliviano-chileno. El intercambio de los logros obtenidos por este medio beneficiaría a ambos países.
En este contexto deberíamos asumir la integración que se traduce por “un conjunto de medidas orientadas a aumentar las relaciones entre países o regiones buscando crear condiciones para llegar a un nivel superior, o grado avanzado de cooperación económica internacional” (Edgar Camacho Omiste: “La integración andina”, Editorial Los Amigos del Libro, 1975, Pág. 38).
Por lo visto, para alcanzar los supremos objetivos de desarrollo, es la integración una necesidad, ya que de forma aislada los Estados no podrán acceder a ese histórico propósito. En esa dirección se han registrado acuerdos, convenios o encuentros de líderes gubernamentales, en todos los tiempos.
Por consiguiente los inquilinos de La Moneda, a la cabeza de la presidenta Bachelet, deberían recuperar la humildad, que les permita evitar posturas para descalificar la causa boliviana, por cuanto no impulsan las proyecciones integracionistas, tan necesarias hoy. Y profundizan, asimismo, el distanciamiento boliviano-chileno.
Lo ideal sería que Chile intente construir puentes de amistad, sobre todas las diferencias políticas que existan, encarando, previamente, el problema del enclaustramiento boliviano, a fin de propiciar un clima sin suspicacias e incertidumbres. Y que signifique, por lo tanto, el paso decisivo para emprender una nueva etapa de reconciliación boliviano-chilena, alejada de confrontaciones verbales, amenazas e intimidaciones.
Ningún proyecto integracionista alcanzará sus objetivos, en esta parte de Latinoamérica, mientras no haya un espíritu de esa naturaleza, que se funda en la amistad y la tolerancia. Mientras no exista una respuesta favorable, por parte del vecino, a la demanda marítima boliviana. Es que no se puede concebir una integración continental, si la herida abierta, por la incursión chilena de 1879, continúa sangrando. En pocas palabras es imperioso que la nación transandina deponga su política evasiva en relación con el tema marítimo boliviano.
De todas maneras urge trabajar en pro, fundamentalmente, de la integración, que propicia progreso, desarrollo y bienestar, en una coexistencia pacífica. Y en el entendido de “que la Integración Latinoamericana representa un instrumento de progreso económico del que Bolivia puede servirse para salvar la estrechez de su mercado nacional teniendo presente su condición de país mediterráneo y de menor desarrollo económico relativo”, como señalaran, hace 47 años, los Ingenieros de Bolivia (Resoluciones del III Congreso Nacional de Ingeniería: “La integración Latinoamericana”, La Paz-Bolivia, 1969, Pág. 4). Y que nos permita diseñar un venidero mejor para las nuevas generaciones.
En suma: Chile, que dice ser “un país articulador en la región” (EL DIARIO, 28 de junio de 2016), debería saldar, de una buena vez, la centenaria deuda, en la histórica perspectiva de edificar un andamiaje de paz duradera, a favor de una verdadera integración.
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