Jorge Roberto Marquez Meruvia
En caso de que lleguemos a proponer dentro del campo de la filosofía la idea de una voluntad maligna, estoy seguro que me ganaría la antipatía de Kant, Hegel e incluso Schelling. La noción de una negatividad positiva sería poner en cuestión el rechazo expresado por el idealismo alemán. Sin embargo, en el campo de la política es menos complicado evidenciarlo y explicarlo. Debemos empezar exponiendo que el ideal del mal es atemporal y tiene diversos significados.
Desde el punto de vista teológico la tradición judeocristiana nos da ejemplos del mal en acción, por ejemplo, la serpiente que tiene la capacidad de convencer a Eva y Adán de probar del “fruto prohibido”, o Caín dando muerte a su hermano Abel. También podemos mencionar el mito de Prometeo, el cual a ojos de los dioses del Olimpo comete un gran pecado: dar el fuego a los hombres. Sócrates era considerado el mal hecho carne, ya que se lo acusaba de pervertir a la juventud y negar a los dioses. Cuando los nobles en la Inglaterra de mediados del Siglo XVIII empezaron a quedarse sin súbditos (ya que éstos pasaban a ser obreros), la revolución industrial comenzó a personificar el mal. Napoleón I fue considerado por gran parte de las monarquías de Europa como un demonio que arrasaba con las viejas costumbres de las aristocracias.
El Siglo XX pone de una manera cruel y sangrienta el mal en política. Bajo la idea de que el pensamiento racional libera al hombre y hace libre al individuo, el advenimiento del totalitarismo ha demostrado que el hombre es maleable y bajo el embrujo de líderes carismáticos puede seguir sin cuestionamiento la conducta gregaria de la masa. Otto Dietrich zur Linde, personaje de Jorge Luis Borges, pone en evidencia que tras el final de la Segunda Guerra Mundial gana el mal, debido a que gana la violencia… “¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno”.
Los fascismos y el estalinismo han demostrado la crueldad del que pueden ser capaces los regímenes totalitarios. Cabe mencionar que los fascismos y el estalinismo no pregonaban en sus discursos el mal, según sus ideologías luchaban por un bien mayor. Claro ejemplo, son los campos de exterminio de los nazis para acabar con los judíos y las millones de muertes en gulags para expandir el socialismo en el mundo.
En América Latina y en particular en Bolivia es Carlos Montenegro quien supo manejar hábilmente la dicotomía del bien y el mal. En su obra postulaba que los representantes del bien, eran aquellos que luchaban por la nación; en contraposición, los representantes del mal era la rosca minero-feudal y los denominaba de anti-nación. Para los partidarios del Movimiento Nacionalista Revolucionario (los buenos) Hochschild, Patiño y Aramayo eran la encarnación del mal. Gran parte de la política boliviana y de gran parte del tercer mundo se mueve bajo este esquema de amigo-enemigo. El actual Gobierno debe dar las gracias a los antihéroes que les pavimentaron el camino hacia el poder. El mal, es para nuestros gobernantes: los gobiernos neoliberales y el imperio norteamericano. Para el ámbito autonómico regional, el mal, es el poder del Estado centralista. Empero, de los males que se puede observar en la sociedad boliviana es la ineptocracia galopante de sus élites políticas en todos los niveles del Estado, donde la inteligencia creativa ha sido proscrita.
¿Será qué pronto nos desharemos de nuestro males y podremos salir del escenario tribal y trivial en el cual vivimos?
El autor es politólogo.
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