Grandes tragedias se han producido y se siguen produciendo por la falta de aproximación al significado y a la práctica de la cultura del diálogo. Los diálogos efervescentes no admiten límite y pasan muy fácilmente a la iracundia, al descontrol y la agresión en sus diferentes categorías, hasta el homicidio. El principal condicionante para un diálogo productivo es primero escuchar.
Cuán profundamente caracteriza el diálogo la peculiaridad de mujeres y hombres, lo reflejan estas palabras de Holderlin: “Existimos desde un diálogo”; note el lector la connotación que encierran estas cortas palabras: existimos porque hubo un diálogo entre cuerpos, con diferentes facultades de ambos géneros que conforman a un nuevo ser. De hecho estamos siempre en conversación, sino con otros con nosotros mismos y la evolución intelectual de la humanidad es un diálogo continuo entre las distintas épocas y, en este coloquio, la verdad se abre campo o paso paulatinamente solo a través de la colisión de oposiciones antagónicas.
La historia misma se encuentra bajo el signo de la dialéctica del espíritu y las disputas se generan en forma de diálogo: idéntico tipo determina la estructura de la cuestión escolástica y por todas partes la dinámica del sí y el no impulsa el pensamiento.
Una clase de dialéctica es la erística, entendida como el arte de discutir, pero de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente, para ayuda se utiliza la figura retórica de la hipérbole de fas y por nefas del riquísimo idioma latín.
¿Cuál es la impronta de esta forma de diálogo?; es esa improbidad misma, el empeño en mantener tozuda e irreflexivamente una tesis o un postulado incluso cuando no parece falsa, empero, la vanidad hace que se insista en el camino del equívoco. Es frecuente y les pasa a todos, que al comienzo del diálogo que se metamorfosea en discusión, se está firmemente convencido de la verdad de la tesis expuesta y sustentada, empero, ante el contraargumento del interlocutor que la refuta, se da el asunto por perdido, y luego, más tarde, cuando vuelve la calma, se suele comprobar que a pesar de todo se tenía la razón: la prueba era falsa, pero podía haber habido una adecuada para defender la afirmación porque el argumento salvador no se le ocurrió a tiempo.
Esto último sucede a gran mayoría de los abogados que no se preparan y vanitatis vanitorum (vanidad es siempre vanidad), pierden el caso, debido a que surge en el profesional no preparado la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario, incluso cuando parece correcto y definitivo, pues, precisamente, se cree que la propia corrección del adversario es ilusoria y que a lo largo de la discusión se le ocurrirá al profesional no preparado otro argumento con que se pueda oponer e incluso alguna otra manera de probar su indeleble verdad.
De aquí que el no preparado casi se vea obligado a actuar con improbidad en las disputas o, cuando menos, tentado a ello con facilidad y, de esta forma se amparan mutuamente la debilidad del argumento del no preparado y la versatilidad de su propia voluntad. Esto ocasiona que, por lamentable regla general, que perjudica sin reparación los clientes que confían en el profesional, que quien discute no luche por amor a la verdad, sino por su tesis, es decir por fas y por nefas, situación entendida como se expuso y se aclaró, que el profesional no preparado no puede ni es capaz de hacerlo de otro modo.
Se dice fácilmente que se debe buscar únicamente la verdad, sin el perjuicio del amor a su propia opinión, empero, no hay que anticipar que el adversario lo haga; esa es la causa por la que un profesional no preparado debe abstenerse de pretender esa situación.
Finalmente, puede suceder que al renunciar a su argumento por parecerle que el adversario tenía la razón, ocurra que, inducido por la impresión momentánea, haya renunciado el profesional no preparado a la verdad a cambio del error.
El autor es abogado corporativo, postgrado en Educación Superior Interculturalidad, docente universitario, escritor.
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