Gustavo Portocarrero Valda
La prensa informa que la Asamblea Legislativa comenzará a estudiar reformas a la Ley del Órgano Judicial. Espero no ser descortés si respondo: ¿Y qué sabiendo? En efecto, esta situación requiere de un mínimo de conocimientos técnicos sobre el tema que cualquier persona se atreve a tocar, pese a que son pocos quienes conocen y entienden la complejidad del problema judicial, aunque, infelizmente, no sean consultados.
Es tan deficiente la ley actual que su texto se extiende en un cúmulo de ramificaciones y comienza por principios generales abstractos, puramente decorativos, inútiles por su falta de especificidad y concreción. Sus más grandes omisiones, que revelan su insuficiencia, pueden concretarse como sigue:
1. No determina ni define qué es ser juez, y qué condiciones personales se debe tener para ser apto a tan delicado cargo. Por ese motivo ahora se designa a cualquiera, sin una previa evaluación psicológica, moral ni intelectual.
2. Tampoco regula nada para detener la obsoleta rutina diaria, mecanizada, de cómo se desenvuelve la actividad judicial, que la hace lenta. Toda esa pesadez convierte aquella maquinaria en un aparato herrumbrado de engranajes desportillados, carentes de lubricación, situación que le impide desenvolverse con eficiencia.
En una alocución respetuosa y desinteresada, que me permití exponer el mes pasado ante el Tribunal Supremo de la Nación, expuse que todos se creen con derecho a tocar el tema, pero si nadie da con la raíz; situación que condena de antemano al fracaso cualquier reforma.
Sobre el primer punto, y luego de un extracto de la tradición histórica como de la legislación internacional, concluí que todo juez debe tener probada su intelectualidad como requisito primigenio, primario. Este extremo puede acreditarse, no con evaluaciones de meritocracia, sino con tests de conocimientos, uno con cien preguntas de cultura general y otro con otras cien sobre conocimientos profesionales. Todo aquello no podría aparecer en pesados expedientes.
Empero el juez debe poseer también condiciones personales innatas de equilibrio personal, porque no cualquiera guarda aptitudes de imparcialidad, honestidad y otros requisitos que lo hagan actuar como un centro de la balanza. He sugerido un test psicológico que acredite aquellas cualidades en el postulante y lo declare apto o insuficiente.
Finalmente en esta materia, es preciso contar con la eficiencia judicial (que es cosa diferente), sugiriendo un tercer test. Los tres requisitos personales anteriores pretenden la meta de que los jueces sean a la vez capaces, honestos y eficientes.
Para descongestionar la maquinaria herrumbrada, he recomendado la simplificación de todos los códigos de procederes, la instauración del parámetro del tiempo judicial, la supresión de la basura judicial (intelectual y material), la creación de la carrera universitaria judicial, el cierre de todas las Facultades de Derecho por diez años y otras medidas, justificadas por escrito con proyectos de reformas. Todo aquello es imposible de detallar en un artículo como el presente, dada la falta de espacio.
Volviendo al tema de la ley organizativa judicial, es claro que no se podrá vislumbrar resultados positivos, si se parte de reformas aisladas como se pretende. La única solución adecuada habrá de llegar solo con una nueva estructura global completa, donde la maquinaria acabe reemplazada y ajustada sin vacíos de falencia.
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