Yuri Mirko, Ríos Madariaga
Rumbo al Chapare fue la consigna. Estaba preparado. Volvería después de muchos años. Soñaba con el calorcito, la verde espesura, los ríos caudalosos, la fauna y un sinfín de motivos. Nada que envidie a lo extranjero. ¡Naturaleza plena! Así, seguro del viaje primero fui a la remozada plaza “14 de Septiembre”, las calzadas norte y sur habían desaparecido a semejanza de la “24 de Septiembre” en Santa Cruz. Luego, la brisa tibia del oeste me invitaba a disfrutarla sentado en una banca de la plaza Colón, sus jardines exponían lo mejor de sí: la flora típica valluna. “Señores y señoras, la última flota con des-tino a La Paz saldrá a las nueve de la no-che, tome sus previsiones“, advertía una voz femenina en la terminal. Primero imaginé y luego indagué el porqué del repentino anuncio. Quedé “shockeado” con la respuesta. No, no era posible, otra vez surgía ese odioso espectro que siempre arruina el paseo de cualquier mortal esté donde esté. Sin embargo, era, o más bien, es una costumbre arraigada en nuestra querida tierra, tomada por diversas esferas sociales y económicas para reclamarle o solicitarle al “government of the change” cosas ¿acaso descabelladas? Recuerdo que no pocas veces, durante mis innumerables viajecitos por el país, sus afiladas garras terminaban atrapándome “sin medida ni clemencia”. “Bloquear es la idiosincrasia de nuestro pueblo, qué le vamos a hacer”, me dijo una vez la empleada de una empresa aérea en la bimodal de Santa Cruz. Pero lástima que pasen la factura a quienes no tenemos nada que ver con sus asuntos. “El derecho de uno termina donde em-pieza el del otro”, dice una sabia sentencia. Esta vez, el turno le correspondía a los del transporte pesado (cuando no) y lo que ya es sabido por to-dos, el eslogan de llegar “hasta las últimas consecuencias” si las autoridades no atienden o incumplen sus exigencias. Cancelé el itinerario por temor a quedarme “varado” en el trópico cochabambino. Villa Tuna-ri y su Parque Machía, Puerto Villarroel y sus exóticos bu-feos, serían postergados hasta nuevo aviso. Al día siguiente me enteré (mediante el periódi-co) de la división de los trans-portistas. Poco después (ya en La Paz), el temible bloqueo indefinido de caminos se levan-taba tras acuerdos con el Mi-nisterio de Economía. De cualquier modo, perdí un valioso tiem-po meticulosamente planificado.
“Este es el Árbol de la Voluntad”, nos dijo Pablo, el guía del Parque Nacional Toro Toro. Mi ma-má no lo contemplaría, pues se quedó en la parte alta del Gran Cañón a nuestra espera, resguardada de los rayos solares y la se-quedad del ambiente. Junto a una francesa de cabellos de oro des-cendimos por un sendero estrecho y zigzagueante, pero accesi-ble. El suelo polvoriento revelaba que no había recibido ni una sola gota de agua en semanas. “Es que estamos en junio”, fue la explicación. Más abajo nos topamos con uno de sus afluentes. Un hilito de agua semi cristalina apenas perceptible discurría por su lecho. Arriba unas aves negruzcas revo-loteaban entre los matorrales espantadas por nuestra presencia. “Es el mirlo boliviano”, me respondió el guía. ¡Guau, pero qué maravilla conocer a esta especie endémica! ¿Especie endémica?, me preguntó sorprendida la grin-guita con ese acento tan peculiar. Pese a que su rostro ya estaba enrojecido por el ardiente sol, demostraba a leguas el gozo por descubrir lo nuevo, lo natural, simple-mente como a mi me gusta. Se ganó mi simpatía. La caminata parecía detenida en el tiempo, interminable. El sofocante calor lentamente hacía mella en mi organismo. Para colmo no llevaba agua ni gorra (que mal explorador que soy, pensé). Pasamos dos puentes naturales productos de la erosión del agua sobre las piedras. Uno era el deno-minado “Puente del Amor”, sólido como ese noble sentimiento. “Por aquí los comu-narios hacen pasar a sus ovejitas en el tiempo de llu-via”, nos informó Pablo. De pronto, nos detuvo abruptamente. El árbol estaba allí, a mi izquierda. Se cree que una semilla cayó accidentalmente a un pequeño res-quicio de la roca, con el tiempo germinó, sus raíces profundizaron, el tronco se en-grosó hasta que terminó fragmentándola. Y por supuesto que a este relato le en-contraron una acertada moraleja: “la per-severancia es la clave del éxito, pese a los percances de la vida”. Aunque al final me separé adrede de ellos, pues no todos los días tengo el privilegio de pisar tierra toro toreña, igual los alcancé en el punto de partida, donde un refresquito bien helado me esperaba.
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