Hoy en día vuelve a florecer el curioso negocio de la futurología y la prospectiva, basado en el atávico miedo a lo imprevisible e incontrolable, que es probablemente el móvil de todas las utopías. Como éstas, las extrapolaciones estadísticas, las estrategias de desarrollo y hasta las hipótesis cualitativas tratan de domeñar lo irreductible: el porvenir es - por suerte- impredecible, porque su naturaleza es básicamente contingente, casual y volátil. Sopesando estas dudas me atrevo a proponer la siguiente hipótesis. Dentro de una generación, Bolivia no será una sociedad primordialmente distinta de la actual. El impulso modernizante, que se percibe claramente a partir de 1985, ha tenido un fuerte carácter economicista y tecnicista.
Basado en este dato, afirmo que en 2030 los partidos habrán alcanzado probablemente un funcionamiento bien aceitado y unas estructuras más o menos consolidadas, pero no podrán desplegar una genuina democracia interna, sino que conservarán las convenciones del caudillismo (tal vez a escala menor) y de la retórica vacua, las prácticas del prebendalismo y el clientelismo, la proverbial distancia entre los lineamientos programáticos y la praxis cotidiana, y como valores de orientación el cinismo de las jefaturas, el oportunismo de los cuadros intermedios y la ingenuidad de los simples seguidores.
Las élites ya no acudirán a la violencia para dirimir sus diferencias, pero habrán establecido una no muy democrática rotación ordenada de las mismas como núcleo del sistema operativo gubernamental, lo cual no es poco si se considerada la totalidad de la turbulenta historia boliviana. El precio a pagar por este tipo de modernidad será un sentimiento generalizado de desamparo ético, la falta de algo que dé sentido al conjunto de los esfuerzos y los sueños de la colectividad. El mero respeto a las reglas de juego puede socavar los contenidos de las políticas públicas y, sobre todo, contribuir a la evaporación de la idea del bien común, como lo propugnaron los postmodernistas en las últimas décadas del Siglo XX bajo el aplauso de grupos empresariales e intelectuales. En 2030 la mayoría de las decisiones políticas adoptará la condición de lo transitorio e inestable que caracteriza las determinaciones aleatorias de los consumidores, por un lado, y de los compromisos casuales en negociaciones de partes contendientes, por otro. El quehacer político perderá así todo vínculo con una verdad sustancial y se habrá reducido a la confrontación momentánea de intereses sectoriales cambiantes y pasajeros.
El ya mencionado sesgo tecnicista de la modernización boliviana se mostrará en un incremento de una tecnoburocracia difícilmente controlable según los parámetros de una comunidad imbuida de un espíritu humanista y crítico-democrático. En 2030 mejorarán marcadamente los sistemas de transportes y comunicaciones a lo largo y a lo ancho de la geografía boliviana; la ansiada apertura de todas las regiones tropicales y orientales habrá llegado a su apogeo. El nivel promedio de ingresos y educación denotará una innegable mejoría; el analfabetismo y la pobreza extrema se reducirán a niveles aceptables. Pero también se constatará otros factores no tan promisorios. El bosque tropical será un mero recuerdo literario. La desertificación se habrá constituido, tardíamente, en uno de los temas recurrentes de discusión pública. El país dependerá masivamente de donaciones alimentarias provenientes del exterior. El uniformamiento de la vida cultural y cotidiana será total para alegría de empresarios, burócratas y planificadores y para lamento de los poquísimos intelectuales críticos que serán mantenidos, como siempre, en una función ornamental y marginal.
En 2030 se percibirá, además, otras desventajas de la inclinación tecnicista del proceso modernizador. A partir de 1985 los gobiernos tuvieron el mayor de sus logros en la esfera de las relaciones públicas, con lo que, después de todo, reproducían una tendencia mundial. La modernización servirá también para rejuvenecer antiguas y bien ancladas convenciones. Intelectuales y militantes de izquierda, incluyendo sus sectores más radicalizados, habrán olvidado inmediata y completamente sus caprichos y pretensiones ideológicas cuando ingresan al gobierno de turno. Así como antes celebraban las virtudes del marxismo, la planificación y las estatizaciones, en 2030 se consagrarán a cantar con igual ingenuidad las bondades de la economía de libre mercado y del orden capitalista.
La élite empresarial, que durante décadas se consagró a la consigna de empequeñecer el Estado y sus agencias, no logrará en 2030 sobrevivir sin la ayuda del mismo, el cual resultará indispensable para la ocupación central de esa élite: socializar las pérdidas y privatizar las ganancias. En el Siglo XXI las empresas en dificultades acudirán con igual confianza al Padre Estado, sabiendo que éste les solucionará generosamente sus problemas a costa del contribuyente normal.
En 2030 el país habrá progresado sin duda en el campo material, sin dejar de ser el mismo en el cultural. En todos los sectores sociales -y especialmente dentro de la llamada clase política- proseguirá la tradición de privilegiar la astucia (con todos sus componentes prácticos, incluidas las formas más refinadas del timo y el engaño) en detrimento de la inteligencia, lo que redundará en un bajo desarrollo del potencial innovador, en la prosecución de las actitudes orientadas hacia el corto plazo y en el declive del pensamiento crítico-analítico. Nihil novi sub sole.
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