El mundo rico y desarrollado cuando se propuso vencer altos índices de pobreza y atraso de sus pueblos, consideró que solamente la generación de riqueza y creación de empleo permitiría vencer todo lo que posterga o anquilosa a las comunidades. Se consideró, en forma mancomunada entre gobiernos e instituciones patronales y laborales, aprobar medidas que permitan un trabajo eficiente, productivo y rentable que, además, tenga la condición de ser permanente.
En los países del Tercer y Cuarto Mundo, siempre supeditados a que “todo lo haga el gobierno de turno”, han primado las posiciones político-partidistas con la prédica de doctrinas que veían al capital como enemigo de los trabajadores. Este principio hizo que la revolución industrial que se inició en las últimas décadas del Siglo XVIII sea encarada con decisión, coraje y disciplina, por los países desarrollados que, además, revolucionaron la tecnología y dieron impulso a la producción industrial; en cambio, los países subdesarrollados, con ligeras o contadas excepciones, no tomaron en serio el proceso que estaba viviendo el mundo.
Consecuentemente, muchos de los países pobres quedaron relegados y no tuvieron los impulsos iniciales que primaron en el primer mundo para encarar la revolución industrial. Este proceso estuvo acompañado por medidas de apoyo y protección a la industria y, en buena parte de los países, con pleno conocimiento y apoyo de los trabajadores porque hubo la intención generalizada “de sacar al país de marasmos perjudiciales que solo acarreaban más pobreza”. Se entendió entonces que solamente un trabajo mancomunado entre capital y trabajador podía conseguir éxitos que permitan crear riqueza y asegurar empleo.
Las doctrinas socialistas de extrema izquierda se han encargado de sembrar en el mundo pobre y subdesarrollado el criterio de que “el capital solo busca su propio beneficio valiéndose de los trabajadores que siempre quedarán relegados al olvido y a la explotación”. Falso concepto que buena parte de la masa laboral se ha encargado de desmentir con los hechos y ha visto que solo el socialismo materialista y disociador podía creer los extremos pregonados.
En nuestro país, en el criterio de los gobiernos llamados “revolucionarios” o que pregonaron “políticas de cambio”, también se sostiene, desde siempre, una especie de necesidad de separación del trabajador de las empresas y en varios gobiernos se presentó el caso de que ante cualquier conflicto, luego de manifestaciones y otros extremos que incluirían bloqueos, se decida “boicotear frontalmente” a la empresa y no dar lugar a que haya crecimiento y progreso. Lo cierto es que si la empresa crece, automáticamente puede mejorar la situación del empleado o asalariado y si ocurre lo contrario, ambas partes pierden. Por todo ello, es preciso crear incentivos y normas precisas para que el empresariado privado trabaje garantizado, apoyado y libre de amenazas como privaciones y otros extremos que, con seguridad, solo implicarán quiebras y anulación de fuentes de trabajo.
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