[Isabel Velasco]

El Señor de la Pretina


No debe haber paceño que no haya oído hablar del Milagroso Señor de la Pretina y que no haya visitado el secular templo de San Francisco sin advertir que en el primer altar de la nave izquierda se encuentra la hermosa imagen de Jesucristo clavado en la cruz.

Se lo nombra el Señor de la Pretina y goza de fama de milagroso, ante la tradición popular de un hecho auténtico sucedido en el templo.

Dicen que en el año de 1760 y en los arrabales de Carcantia a los bordes del Campo de Marte (Av. Armentia por Caja del Agua), hoy parque Riosinho, en una casa vivía un comerciante gallego, don Pedro Vargas Andrade, uno de muchos que negociaban entonces con bayetas, tocuyos, pimienta, canela y otros tantos productos llegados desde Cádiz a su tienda en la Calle del Rey, hoy Comercio.

Dicen que era un adecuado y opulento castellano que tenía la flaqueza del juego con alma y todas las de la ley y hacía correr los dados sobre el tapete con muchos tejemeneques en apuestas compartidas con otros chapetones de su misma calaña y maña. Así como también era gustoso y amoroso con las buenas mozas y empinaba el codo hasta verte Cristo mío.

También dicen que en aquellas épocas no existían dados falsos ni cargados ni barajas marcadas, la suerte, no la mala fe, decidía la fortuna y el que perdía no echaba mano al cuchillo de acero para rescatar sus pesetas y doblones perdidos, tampoco se llevaba la pasión hasta el extremo de rifar, en los azares del juego, el pan de los hijos y el honor de la esposa.

Don Pedro Vargas, calado su sombrero sevillano, puestas las botas de becerro forradas con grueso bayetón y envuelto en su ancha capa de paño de San Fernando, una noche se encaminó cruzando por las oscuras calles de la ciudad, que dormía la medianoche más fría del invierno paceño, hasta la plaza de San Francisco, al garito de juego que se hallaba instalado secretamente en el interior del Tambo de Harinas, sitio destinado al juego prohibido de dados y naipes desde épocas remotas. Esta casa estaba situada frente al templo de San Francisco, en la que hoy es calle Sagárnaga, donde en la actualidad se halla la sede de la Federación de Excombatientes de la Guerra del Chaco.

Cuando el gallego se recogía a eso de la medianoche, encontraba en el puente de San Francisco a un mendigo de porte simpático, figura noble y señorial que le pedía una limosna por “amor a Dios”. El jugador cada noche le daba lo que buenamente podía, según las ganancias que obtenía en el juego y así sucedía todas las noches, de tal manera que jugador y mendigo se trataban como dos buenos camaradas.

Cierta noche ocurrió que el comerciante perdió cuanto tenía, algo que no es extraño en la rueda de la fortuna y se retiraba pensativo y contrariado, cuando se le presento el mendigo a pedirle la limosna. Perplejo y no teniendo qué darle, le pidió disculpas, pero el menesteroso insistió tanto y con palabras tan dulces y al mismo tiempo tan desconsoladoras, que el comerciante en apuros acudió a rasgarse el cinturón o pretina con hebilla de oro de sus pantalones y entre avergonzado y a la par que contento, se lo obsequió, diciendo que perdonase la humildad del presente.

Cuando al siguiente día el lego sacristán de San Francisco se puso a arreglar los altares para la Misa del alba, notó que el crucificado tenía puesta en la cintura sobre la toalla una pretina con hebilla reluciente de oro. Subió al altar a cerciorarse qué era aquello y cuando quiso quitársela no pudo, porque parecía fuertemente adherida a la cintura de la imagen. De inmediato se encaminó a la sacristía a dar aviso a los padres. Anoticiados el Guardián y los religiosos del suceso extraordinario, se convencieron de que efectivamente la pretina no quería desprenderse. Más tarde acudió el pueblo a ver aquella maravilla y entre la multitud de curiosos y devotos hallábase el comerciante Pedro Vargas Andrade, que cuando pudo acercarse al Altar del Calvario, reconoció sin vacilación alguna que la pretina era suya.

Seguidamente refirió el hecho con detalles al auditorio que lo rodeaba y enseguida subió al altar, tocó la pretina y ésta se desprendió sin esfuerzo alguno. Con lo cual quedó probado que el mendigo del puente de San Francisco no era otro que aquel Señor Crucificado del Calvario, quien desde entonces recibió el nombre del Señor de la Pretina.

El comerciante jugador tomó el sayal franciscano y murió en “olor de santidad”.

A poco el altar logró especial privilegio para el culto por parte del Obispo Monseñor D. Salvador Rodríguez Becerra. Se siguió con este motivo un trámite, cuyo expediente existió en la biblioteca del Dr. José Rosendo Gutiérrez y actualmente se halla en la Biblioteca de la Universidad Mayor de San Andrés.

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