“Su inquietud y su amor por el conocimiento de las cosas, que era producto de la investigación, lo llevaría a recorrer por cualquier medio, incluso a pie, grandes zonas del Oriente boliviano. Ese amor por la investigación científica lo haría un observador nato de la vida animal y vegetal. Desde su juventud, en sus interminables caminatas y en sus tareas apícolas, impresionaba con su forma de actuar, de ver su entorno. Tocaba las cosas con cariño, casi acariciándolas, ya fuera una planta, una abeja o un pájaro herido. Su amor por la naturaleza estaba en todo su ser y a través de su tacto parecía captar el dolor, la sed o el hambre de los organismos vivos. Como un “encantador” tomaba las serpientes, hurgaba las colmenas o arrancaba intacta una bella orquídea.
“Al científico autodidacta, que escribió sobre tantas cosas, a ese gran observador de la vida natural, nada se le escapaba a la vista ni al instinto. En ese su afán de conocer para transmitir, en su apuro para descubrir de prisa merced a un extraño presentimiento de una muerte próxima, se encontró con una maravilla que, a cambio de contemplarla y amarla, truncaría su vida aún joven: las cataratas del río Pauserna. En plena selva virgen, en la llamada Huanchaca que él rescataría con el nombre nativo de Caparuch (o Caparús), allí se embrujó el científico con las aguas claras que caían de las alturas. El Pauserna fue el canto de sirena que lo llamó al peligro y Noel Kempff Mercado no pudo, como Ulises, amarrarse al mástil de su nave para salvarse de ir hacia ese canto mortal.
“Fue entonces que se encontró con aquel farallón en medio de la selva, de una eterna virginidad, donde aparentemente, durante milenios, se habían desarrollado solos los animales y las plantas. La planicie de Caparuch, bello nombre para esa tierra ignota, subyugante, lejana, prohibida aún para los hombres, pero donde ya se había instalado una despreciable subespecie humana, hez de la sociedad: los narcotraficantes”.
Así comenzaba la extensa crónica “La tragedia de Caparuch” sobre el asesinato de nuestro tío Noel, que escribí horas después de su sepelio, crónica que se publicaría en El Mundo de Santa Cruz el 14 de septiembre de 1986. Acababa de entrevistarme con el único sobreviviente de la desgracia, el científico español Vicente Castelló, a quien encontré todavía presa de una profunda conmoción luego de salvarse milagrosamente. Y había hablado también con mi hermano Julio, quien subió hasta la cima de la meseta e identificó los restos calcinados de nuestro tío, dispersos cerca a la avioneta incendiada por los sicarios guardianes de la fábrica de cocaína.
Las muertes del profesor Noel Kempff Mercado, del piloto Juan Cochamanidis y de su ayudante Franklin Parada, se las conoce en su forma, en cómo fue ejecutada. Demoró un tiempo en saberse, pero ahora nadie ignora que los autores materiales fueron dos pistoleros brasileños, quienes luego pagaron con la cárcel por sus crímenes: Almiro de Souza (alias Miró) y Antonio Costa (alias Balao). En cuanto a quienes mandaban en el campamento, a los posibles propietarios de la factoría, ambos esbirros mencionaron varios nombres que responden a apellidos bolivianos como brasileños, pero donde no es posible identificar a un líder de todos.
Durante esas horas y los días siguientes a los crímenes se tejieron todo tipo de conjeturas, hubo una confusión total, hablé, a su pedido, con el preocupado embajador norteamericano Mr. Rockwel, pero nada se podía desentrañar en esos instantes. Los helicópteros “Black Hawk” no salían de sus bases en San Javier y Trinidad para rescatar los cuerpos de las víctimas, los famosos “Leopardos” tampoco actuaban, ni los “Cóndores”, ni Umopar, ni la nave Araba. El Gobierno asumía una actitud de insólita negligencia con órdenes y contraórdenes, y se rumoraba que la DEA estaba al tanto de las actividades delictivas en alturas de Caparuch desde hacía mucho tiempo. Es claro que nadie advirtió a los científicos españoles que estaban con Noel Kempff que la zona era riesgosa. Después surgió la información -leyenda o no- de que parte de la cocaína que allí se elaboraba estaba destinada a captar recursos para la “contra” nicaragüense que enfrentaba al sandinismo.
Muchas personas se movilizaron desinteresadamente para rescatar los restos del profesor, el piloto y el montarás. Sería imposible mencionar a tantos amigos, cívicos, aviadores, empresarios y militares que actuaron por voluntad propia para evitar que los narcotraficantes huyeran de la fábrica, como sucedió. Cuando se llegó al campamento se encontraron cantidades de barriles de kerosén, ácido sulfúrico, acetona, en fin los “precursores” para la fabricación de la droga, pero a los narcos se les había dado tiempo suficiente para que huyeran por la frontera brasileña.
Han transcurrido 30 años desde la muerte de Noel Kempff, que conmocionó al país y dejó en la más profunda tristeza a su viuda, nuestra querida tía Eddy, y a sus hijos. En Santa Cruz se ha reconocido todo el trabajo en que se empeñó para hacer nuestra ciudad más amable y que conviviera con la exuberante naturaleza de su clima. Pero Noel Kempff murió donde hubiera deseado, es decir en lo que luego resultó ser un área protegida. Fue inmolado donde ahora es un gran Parque Nacional. Él que sin oponerse al progreso ni a la producción, nunca aceptó que el lucro desmedido de algunos acabara con la selva.
Su muerte y la de Cochamanidis, Parada y del diputado Edmundo Salazar -también baleado por investigar lo ocurrido en Caparuch- hizo esconderse a los narcos que lucían prepotentes en aquellos años y que ahora, lamentablemente, están de vuelta. Pero, además, dejó ver que el narcotráfico no sólo elimina la vida humana a través de la droga o la violencia, sino que es letal para envenenar la fauna, la flora, los bosques y el agua. Los “precursores” destruyen el medio ambiente hasta convertirlo en un territorio muerto. Evitarlo a toda costa es el nuevo reto hoy que los cocaleros quieren invadirlo todo.
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