Ignacio Vera Rada
Carl Schmitt es el teórico más profundo y más importante del Constitucionalismo y del Estado de Derecho que el mundo ha visto. Pondría en apuesta mi cabeza que si este gran teórico del constitucionalismo revisase las constituciones populistas del club de los que se hacen decir socialistas del Siglo XXI, volvería a su tumba o a donde estuviera, llorando de desencanto o bien feliz por haber muerto y no vivir en estos tiempos de carencia de teoremas políticos. Como es deber del ciudadano enfocarse primero en lo que sucede en la Patria, analizaré la índole de la Constitución que hoy impera en Bolivia, según las magistrales directrices legadas por Schmitt a los Estados que quisieren darse verdaderas cartas políticas.
Empecemos aseverando que una Constitución es el resultado de la voluntad genuina de un pueblo. Esta voluntad se hace casi material a través del Poder Constituyente -que es un algo abstracto más bien- y es un anhelo que debe estar direccionado hacia la realización de un proyecto común. Cito a Schmitt: “Así como una disposición orgánica no agota el poder organizador que contiene autoridad y poder de organización, así tampoco puede la emisión de una Constitución agotar, absorber y consumir el Poder constituyente”. Esto es que, cuando el Poder Constituyente (voluntad real) hubiere vertido su decisión en la Constitución, a su lado aquél debiera mantenerse incólume, porque se ha respetado la voluntad general. Ahora recordemos un tanto lo que sucedió en nuestro país cuando la aprobación de la nueva Constitución. Sin haber aprobado ni un artículo en sesión plenaria, el oficialismo, atrincherado en un cuartel y sin la presencia de asambleístas de la oposición, aprobó en grande el texto constitucional, ¡cosa insólita en nuestros anales y quizá en los del mundo entero! En el momento de la aprobación de nuestra Constitución, un hombre -no interesa quién- leía únicamente el índice escrito en borrador por personas ajenas a los asambleístas.
En la Revolución Francesa, el ilustrado eclesiástico Sieyès desarrolló la teoría del Pueblo o de la Nación, que establecía que el sujeto fáctico del Poder Constituyente era la nación. Si alguna voluntad no fuese tomada en cuenta en la elaboración o aprobación de una Constitución, o si existiese alguna manifestación de resistencia que hiciese convulsa su aprobación, aquélla tendría una validez histórica y ni aun jurídica. Me temo que lo que ocurrió aquellos días iba justamente contracorriente de lo pensado por el hoy recuerdo y gloria del probo Sieyès.
El Estado francés, verbigratia, no era el mismo después de la Revolución del 79; la nación y la voluntad general, en cambio, sí eran las mismas antes, después y muy después también. Refiero ese hecho histórico para hacer analogía y establecer que una nación, por gobierno muy reformador y revolucionario que tuviere, no cambia en su esencia, por lo menos no en el corto y mediano plazo, y la Constitución que se diere a sí mismo debe ser la necesidad del conjunto nacional integral representada en el voluntad genuina y popular. Cito una vez más a nuestro teórico alemán: “Una Constitución […] nace naturalmente con el Estado mismo. Ni es emitida ni convenida, sino que es igual al Estado concreto en su unidad política y ordenación social”.
Y así debiera haber sido el nacimiento de nuestra Carta Política.
Me reservo otras críticas y discusiones respecto a nuestra Constitución según las ideas del gran Schmitt para posteriores columnas.
El autor es estudiante de Ciencias Políticas, Historia y Comunicación.
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