Ignacio Vera Rada
En verdad que nuestra Constitución es inconsistente y frágil, por no decir perecedera.
Los asambleístas que trabajaron este maravilloso esfuerzo que es nuestra Constitución, ¿tendrían alguna idea, muy vaga siquiera, de constitucionalismo, de legislación o simplemente de cómo está compuesto el país para el cual estaban legislando? El solo hecho de ver un libraco que, en el mejor de los casos, tiene 160 páginas hace notar una Carta Política que tiene más de lo que debería; que por lo menos un treinta por ciento ese texto –si no más– es hojarasca irrelevante. Esta pomposidad inútil que se inscribe en las Constituciones tiene un efecto: las relativiza. Y en esto quiero hacer hincapié hoy, en la relativización de una Constitución. El punto central es éste: una Constitución debe encerrar leyes verdaderamente fundamentales.
Una Carta Política fuerte debería descansar en la práctica consuetudinaria de una nación, al modo inglés. Las Constituciones modernas han pasado por alto ese principio; así, por ejemplo, las colonias inglesas en Norteamérica diéronse Constituciones que eran fruto de Asambleas constituyentes; sucedió lo propio en la Francia de 1875 (“Il n’y a pas de constitution; il y a des lois constitutionnelles”). Cuando esto sucede, la Constitución existe nada más que en un sentido formal.
“Constitución, en sentido relativo, significa, pues, la ley constitucional en particular. Toda distinción objetiva y de contenido se pierde a consecuencia de la disolución de la Constitución única en una pluralidad de leyes constitucionales distintas, formalmente iguales”, dice Schmitt. En este sentido, una Carta Política que tenga artículos que sean ajenos al objetivismo o al fondo de una nación, es relativa. La misma Constitución del II Reich, que nosotros habíamos tomado como paradigma de nacimiento de una Constitución, incorporaba elementos que eran relativos.
Ahora a lo nuestro. En el Preámbulo de nuestra Carta Política se lee: “…con la fortaleza de nuestra Pachamama y gracias a Dios, refundamos Bolivia” (no entraré aquí a analizar esa incoherencia religioso-mística de proporciones descomunales ni el sinsentido de una refundación de Bolivia). El lector nada más vuelca la hoja y se encuentra con el Art. 4, en que se puede leer que “el Estado es independiente de la religión”. ¡Solemne superfluidad a la vez que tamaña incoherencia! Más adelante, en el Art. 8, se encuentra esto: “El Estado asume y promueve como principios ético-morales de la sociedad plural: ama qhilla, ama llulla, ama suwa, ñandereko, teko kavi, ivi maraei y qhapaj ñan”. Más allá del lirismo idealista de esos principios prehispánicos, puede haber personas, y ciertamente las hay, que no se identifican con la cosmovisión ancestral, y al asumir el Estado estos principios como oficiales pasa por alto si no discrimina a esas personas. El espacio no me permite seguir, pero a todo eso se suman conceptos inscritos en la Constitución –que ni están bien definidos– como “anticolonial” o “antiimperialista”.
Existen también artículos que, por su contenido de singular redundancia, solo fastidian, como son el 35, 36, 37, 38 y 39.
Podría decir “La bagatela fútil es funesta para la Constitución porque solo consigue relativizarla”. Pero expresémonos en castellano: la cháchara, el palabreo, relativizan una Constitución. Cualquiera cosa que no sea fundamental para un pueblo no debiera ir inscrito en una Carta Política. Tal la cuestión.
El autor es poeta, dibujante, activista político y estudiante de Ciencias Políticas, Historia y Comunicación.
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