La inauguración del fantástico edificio de once pisos que estrenó Sofía Ltda. el martes pasado, al cumplir sus 40 años de existencia, ha sido motivo para que empresarios de todo el país y autoridades como el gobernador Rubén Costas, escucharan las palabras del gestor de esa gran empresa. Pero no solamente para habernos enterado del esfuerzo increíble que ha costado levantar una industria que partió de cero y que no tuvo otro apoyo que el trabajo, sino por lo que algunos empresarios callan por evitar el menor roce con el Gobierno.
Mario Anglarill habló de lo suyo, agradeció con humildad más allá de lo que se puede agradecer, y manifestó que jamás había incursionado en política, aunque, como todo individuo informado, dijo que sin ser político era un hombre “crítico y observador”. Y manifestó que había conocido gobiernos buenos y malos en Bolivia, donde prefería aquellos en los que se garantizara la libertad.
Creemos que todos, empresarios o no, preferimos la libertad antes que nada. Pero como expresó el propietario de Sofía, “no existe la libertad sin orden”. Y es evidente que la libertad sin orden nos lleva al caos, aunque alguna gente no lo perciba. En los sindicatos y los gremios, en los llamados “movimientos sociales”, afines al Gobierno, la libertad es la permisividad para hacer lo que a uno le dé la gana. Esa es libertad para unos cuantos, no para todos.
Ya sabemos lo que sucede con los cupos a las exportaciones en Santa Cruz, con la ocupación de tierras, con los dobles aguinaldos y con los impuestos mal cobrados, pero tal vez porque hemos llegado a bajar la guardia, porque nos hemos amilanado, porque hemos llegado a acostumbrarnos al abuso, olvidamos el daño que producen en la industria y en la población los cavernarios bloqueos de carreteras y caminos.
Ahí es donde falla la libertad a que hace alusión Mario Anglarill. En la anarquía está el gran problema. Y se refirió, concretamente, a los males que producen los permanentes bloqueos de nuestras vías. Esos bloqueos que irritan a la población y que tanto perjudican a la economía nacional. Perder un día en la carretera puede significar llegar 24 horas después al puerto de embarque. Y llegar un día después, puede ser perder no sólo el costo de un transporte caro e inútil hasta el puerto, sino la pérdida de un complicado negocio conseguido en ultramar. Es el incumplimiento de algo que en Bolivia podríamos explicar a un cliente, pero que no podemos justificar a una empresa que espera soya, sorgo, azúcar, madera, en China, Japón o Corea.
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