[H. C. F. Mansilla]

Abandono de valores éticos y estéticos


Uno de los fenómenos que llama actualmente la atención es la debilidad de conocimientos y reflexiones éticas y estéticas en gran parte de la población. Los grupos privilegiados han renunciado a toda función de guía y ejemplo racional, y los estratos inferiores sólo quieren adquirir lo más rápidamente posible el nivel de vida y consumo al que creen tener un derecho histórico. Por ello se puede afirmar, con peligro de equivocación, que hay un curioso paralelismo entre la declinación de la estética pública y el marcado desinterés colectivo por cuestiones de ética social. La colectividad de nuestro tiempo premia el acomodo fácil y la integración al modo de vida prevaleciente, y rechaza al disidente, al que piensa y obra de modo autónomo y al artista genuino que no se pliega a las modas fáciles del día. El resultado: a pocas personas les llama la atención la fealdad del espacio público y la inmoralidad en la administración estatal.

Algunos detalles de esta temática se pueden aclarar mencionando fenómenos recurrentes en la región andina. Al lado de la grandiosidad del paisaje de las altas montañas se halla la chatura de la obra humana: la majestuosa cordillera como telón de fondo y la basura plástica anunciando la proximidad de los asentamientos urbanos. Lo más grave reside en el hecho de que nadie es consciente de este reino de la fealdad: ni los movimientos sociales, ni los partidos políticos, ni los intelectuales progresistas. La mayoría de los bolivianos, independientemente de su origen geográfico, social o étnico, es rutinaria y convencional en su vida cotidiana y en sus valores de orientación, pero no es conservacionista en la acepción ecológica: no cuida de manera conveniente y efectiva los vulnerables suelos y paisajes y más bien se consagra con auténtico denuedo a destruir la naturaleza. Casi todos los grupos sociales contribuyen, a veces sin sospecharlo, a una verdadera catástrofe medio-ambiental; tratan, por ejemplo, de ensanchar la frontera agrícola incendiando los bosques tropicales, lo que significa según ellos llevar el progreso a la selva. El resultado estético es deplorable: bosques incendiados, superficies taladas, terrenos erosionados. En una palabra: la muerte de la naturaleza rondando a cada paso. Prósperos empresarios y trabajadores modestos son por igual responsables de este desastre. ¿Desastre? En el fondo todos están contentos -salvo algunos cultivadores marginales afectados directamente por el incendio-, pues ahora el terreno puede ser utilizado de manera mucho más rentable y fácil. En todas partes una superficie desboscada por el fuego es económicamente mucho más valiosa que una cubierta aun por la incómoda selva.

Consideraciones estéticas y preocupaciones éticas van a menudo juntas. Es imposible dedicarse a mejorar el mundo o a consagrarse a la celebración de la belleza artística, si uno no tiene respeto por la vida, el medio ambiente y el ornato público. En Bolivia los depredadores del medio ambiente - desde los exitosos empresarios hasta los humildes campesinos- no practican una ética ambiental de largo alcance o una estética del paisaje, y ni siquiera se imaginan que ambas podrían existir.

Para comprender la declinación combinada del terreno ético y del ámbito estético, habría que considerar el siguiente argumento. Siendo muy generosos podemos suponer que las columnas de opinión en los periódicos serios del país son leídas por unas cinco mil personas diariamente. Siendo aun más generosos, podemos conjeturar que unos cien mil ciudadanos comparten los valores democráticos y éticos que estos periódicos representan: el respeto por las opiniones ajenas y por las reglas de juego, el interés por los derechos de terceros y una alta estimación por los valores estéticos. Son estas las personas que sienten indignación ante los abusos del gobierno y frente al pésimo funcionamiento del Poder Judicial y de los órganos de orden público, que se preocupan por la destrucción del medio ambiente y que sienten asco por el carácter frívolo de la vida política. Es decir: sólo el uno por ciento de la población boliviana, en el mejor de los casos, es alcanzado por un tipo de razonamiento que se muestra crítico con respecto al funcionamiento efectivo del aparato estatal y a la carencia de valores morales. La fortaleza del régimen populista reside en que es congruente con el modo de pensar y sentir de una parte muy considerable de esta sociedad. Lo dicho no implica, por supuesto, una falta de facultades éticas y estéticas en las llamadas mayorías nacionales. En su entorno familiar y grupal casi todos los ciudadanos aplican comportamientos de índole moral y desarrollan preferencias estéticas, pero casi siempre estos valores quedan circunscritos al círculo familiar o a grupos muy reducidos. Lo que se requiere, precisamente, es que la mayoría de los bolivianos extienda consideraciones éticas y estéticas al conjunto de la sociedad y al funcionamiento del aparato estatal.

Todo esto no significa una esencia nacional de carácter conservador, una identidad invariable y siempre fiel a sí misma, inmune al paso del tiempo y adversa a la moralidad y la estética públicas. También la Bolivia profunda es pasajera. Las pautas normativas de comportamiento pueden durar varias generaciones, pero pueden ser transformadas paulatinamente por la educación y los contactos con otras culturas. Ahí reside la esperanza para una democratización profunda de la sociedad boliviana y para una reforma de sus principios éticos.

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