José Carlos García Fajardo
A veces, nos angustiamos porque creemos que no llegamos, que estamos en falta, que no cumplimos con nuestro deber. Que vamos un paso por detrás de las exigencias de la vida.
No es cierto. Nadie puede imponernos ningún tipo de exigencia. Nada ni nadie puede afectar a lo más íntimo de nuestra vida, que es en donde radican las claves de un vivir que tenga sentido y nos haga sabernos felices.
Pueden dictar leyes, imponer normas y criterios, hasta dogmas en nombre de una moral o de lo que algunos tienen por natural. Podemos inclinarnos ante ellas mientras pasan, como hace el junco, pero para erguirnos de nuevo en nuestra más íntima realidad. “Yo sé quién soy”, exclama Don Quijote. Con eso, basta.
De la piel para dentro empieza mi exclusiva jurisdicción. Elijo yo aquello que puede o no cruzar esa frontera. Soy un Estado soberano, y las lindes de mi piel me resultan más sagradas que los confines políticos de cualquier país. Es esa divina libertad la que me hace responsable. Porque sé que todo es lícito, aunque no todo convenga. Aquí entra el componente cultural que facilita la convivencia, la solidaridad y la armonía. Con gusto renuncio a lo que quiero y me inclino ante los vientos. Desde lo más profundo de mí ser renuncio a lo inevitable y acepto lo impuesto, pero porque yo lo quiero así.
La auténtica libertad no consiste en hacer lo que uno quiera, sino en querer lo que uno hace. De ahí la importancia de conocer las necesidades básicas del ser humano, para actuar en consecuencia. Si las consideramos y somos coherentes comprenderemos por dónde van los senderos de la felicidad a la que estamos llamados.
Según Abraham Maslow, son: Necesidades fisiológicas y existenciales; necesidades de seguridad; necesidades de pertenencia y amor; necesidades de respeto y necesidades de autorrealización.
Lo primero es el derecho a vivir con dignidad en una existencia que tenga sentido para nosotros. Con una seguridad emocional que va más allá de la tranquilidad impuesta por el poder político. No es cuestión de la policía, sino de orden y de equilibrio en la armonía. Necesitamos afirmar el propio valor, puesto que somos únicos e irrepetibles. Yo tengo derecho a estar aquí y mi propio yo necesita satisfacerse.
Precisamos escapes creadores, que tienen su propio valor aunque no se encuentren en los mercados ni puedan contabilizarse. Necesitamos amar y ser amados. Aceptados tal como somos, no tal y como otros desearían que fuésemos.
“¡Mi yo, que me arrebatan mi yo!”, exclamaba el Caballero. Y García Márquez escribe: “Escribo para que me quieran, porque Necesito que me quieran para no morirme”. Para llenar esa necesidad fundamental de ser él mismo.
Es natural la sensación de arraigo, pues no somos arena que se lleva el viento. Mi patria es allí en donde me encuentro bien y puedo afirmar mis anhelos y mi necesidad de desarrollar ese poder que brota de la voluntad.
Necesitamos la inmortalidad, de cualquier manera que la concibamos. Porque uno nunca muere del todo. Desde el punto de vista de la ciencia está demostrado que nuestra energía nunca desaparecerá y, con ella, nuestros afectos, sueños y realizaciones.
Uno no muere porque se entraña en el corazón de aquellos a quienes ha conocido, amado, enseñado y con los que ha compartido la búsqueda de la sabiduría. De quienes nos llevan tatuados en sus pieles y que nos han fecundado al compartir su aliento, haciendo de nosotros banda de hermanos. Que no es sino la conciencia de la libertad, de la unidad de sabernos uno con el todo, de la bondad inmanente a todo lo creado y de la belleza que en cada época expresa la serenidad y afirma la vida como el único valor absoluto.
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