Escribimos estas líneas al calor de las tradiciones de antaño, de los recuerdos de hermosos tiempos, en los cuales La Paz era una pequeña ciudad con pocas diversiones, donde en el ambiente familiar se solemnizaban las fiestas, reuniones, tertulias, paseos y verbenas con luminarias y fuegos artificiales.
La fiesta de “Todos Santos” en los primeros días de noviembre, revestía singular animación con las misas, responsos, ofrendas para las almas benditas y las visitas al “Panteón”, pues así se llamaba el Cementerio General.
Entre los oficios religiosos, esta fiesta santa se caracterizaba también por los “compadrazgos y el bautizo de las muñecas”.
Las niñas y señoritas de 15 años, quienes antiguamente jugaban con sus “pastas” tenían como costumbre pasear el “Día de Todos los Santos” por la Alameda, concurriendo con las más bellas, engalanadas con vestidos a la moda.
Era costumbre en esta fiesta religiosa visitar a conocidos allegados de la familia y en medio de conversaciones muy divertidas se comprometía el nombramiento de padrinos y compadres para su bautizo. Esta tradición continuó por años de años y muchas veces se hizo realidad cuando los jóvenes se casaban.
Esta letanía no cesaba durante tres días, el almanaque se hojeaba con interés desmedido y los compadrazgos eran tomados con toda seriedad y solemnidad.
Hasta ahora se recuerda esta fiesta entre las charlas de las abuelas, quienes cuentan que muchos días antes los padres de familia se preocupaban eligiendo y comprando muñecas, así como ropa y otros efectos en las conocidas tiendas de juguetes del Nato Schuab, la de Chin Fu, La Sultana, la Villa de París y otras en la calle del Comercio, la calle Chirinos y la Calle del Mercado Principal.
Asimismo, las madres de familia, solicitas y diligentes se pasaban horas enteras haciendo costura para vestir elegantemente a “sus hijas” y lucirlas en el paseo del Prado.
Cosían hermosos trajes de raso ribeteado con encajes de toda índole, generalmente restos del costurero de la mama, el cual era aprovechado en estos días.
Estas “hijas”, fruto del amor eterno que las niñas desde muy temprana edad demuestran por sus futuros y reales hijos, tenían que ser bautizadas y para ello tendrían que tener un padrino “conocido” y querido.
Las invitaciones y esquelas cruzaban por todos los lados de la ciudad, dando lugar a lindas y animadas reuniones sociales esperadas por la juventud paceña, la propuesta era solícitamente atendida y los “compadres y comadres” acudían a las reuniones con frenético entusiasmo.
Sabido es que entonces los jovencitos eran caballerosos y galantes, las niñas, ¡ni qué decir! Un sueño de pudor y buena educación.
Entre risas y miradas escondidas, se elegía al padrino:
-Yo quiero que usted sea el padrino de mi hija-.
-Qué bella! Se parece a usted. ¡Es su vivo retrato! Con gusto la tendré de mi ahijada-.
-No le dé madrastra, por favor, Cuidado con el sarampión-.
-¡No, imposible! La haré vacunar-.
-¡Póngala en los Sagrados Corazones! Que aprenda francés y a tocar el piano o póngala en las Anas para que hable italiano, o qué mejor, el Inglés-.
Este trajín se llevaba a cabo en presencia de madres, abuelas y tías. Luego del nombramiento se servía las “mistelas” refrescos y variedad de confituras confeccionadas para el efecto.
Con infinidad de muñecas era una odisea conseguir nombre para todas ellas, entonces estaban de moda los nombres de las reinas europeas, así que se llamaban Victoria, Eugenia, Isabel, María Antonieta, Elena, Carolina, Beatriz. No faltaban las María Luisa, Manuelitas y Josefinas.
Para los varones, tenían que ser “nombres dignos” como Zenón, Macario, Bautista, Tadeo o José, y qué mejor que Francisco o Manuel, Enrique, Napoleón o Casimiro.
El 2 de noviembre, desde muy temprano, el tradicional paseo de la Alameda se llenaba de un gentío heterogéneo, en un ininterrumpido caminar de niñas y niños paseando a sus muñecas de porcelana fabricadas en París, otras de “papiermache” o celuloide de Alemania o el Japón, no faltaban las “pastawawas” de estuco o de madera las “pastas k’ullus” manufacturadas en el Penal de San Pedro o también las “T’anta wawas” de harina, cocinadas en el horno del “Wallka Pedro”
Dos bandas de música, una situada dentro de la misma Alameda y la otra al final del Prado, recreaban los oídos de los concurrentes con sus alegres acordes.
Luego del paseo, las recién bautizadas acompañaban a sus mamás, abuelas y amigos al Panteón a visitar a los muertos y ponerles flores.
Es de lamentar que tan bellas y dulces tradiciones de nuestro mundo social juvenil hayan desaparecido, por el afán de imitar modalidades foráneas que nada bueno hacen por nuestra cultura.
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