Una amarillenta y desvencijada edición de 1946 de esta obra estuvo es mis estanterías aguardando 22 años para ser leída y reseñada. Había hojeado El Ser y la Nada (en castellano) y había leído La Náusée y Le Diable et le bon Dieu (éstas últimas en su melódico idioma original), y tales lecturas habían sido suficientes para generar en mí un cierto sentimiento de rechazo hacia el pensamiento de este rechazador del Nobel de Literatura. Prejuicioso abrí este librillo filosófico y el pensador al punto me agarró con sus frases de gran escritor: “Je voudrais ici défendre l’éxistentialisme contre un certain nombre de reproches qu’on lui a adressés”.
En realidad es una conferencia que Sartre dicta en un evento en el cual algún taquígrafo, que merece el aplauso y el encomio del universalismo cultural, registra sus palabras para publicarlas luego en lo que consideraría la filosofía universal como el Manifiesto del Existencialismo. En esta obra Sartre maneja un francés claro y exento de retorcimientos lingüísticos y gramaticales, como no lo hace en Le Diable et le bon Dieu, por ejemplo; a veces llega a la oratoria elegante del galicismo genial (recuérdese que fue un coloquio) y emplea complicados fraseos técnicos como “…l’idée que l’essence précède l’existence” (esta frase se inmortaliza para la posteridad) o “…on ne peut échapper à un jugement de vérité” pocas veces, pues lo que busca es convencer e ilustrar a un auditorio novicio y aún profano. Y esto hace que la sustancia filosófica se digiera de una manera más asequible. Por tanto, ésta es una obra amable al entendimiento del lector sin formación filosófica y novato en ontologías etruscas.
Hasta aquí analizamos la forma del filósofo. Ahora vamos con el fondo.
Inicia su verba, después de haber expuesto brevísima y claramente lo que es el Existencialismo, respondiendo a las críticas hechas por marxistas y católicos. En el hombre, afirma categóricamente, lo primero que existe es la esencia antes que la existencia. La naturaleza se diferencia del hombre, primero, porque éste sí tiene conciencia de que vive y, segundo, porque aquélla no puede controlar su entorno. Sartre, al negar la existencia de un Dios, define la fatalidad de la libertad del hombre en la tierra, pues al no tener un Dios o un ente superior que asga riendas de su vida, es responsable de sí mismo. En consecuencia, la libertad para el hombre no es un don, ni una facultad, ni un bien, ni una opción: es un destino imperioso.
Es un repelente de la dialéctica histórica hegeliana, pues para Sartre la Historia no es una concatenación de hechos fatales susceptibles a la predicción, sino que al ser el hombre dueño y señor de su devenir, aquélla es impredecible. Este escepticismo e incertidumbre, que son fruto del existencialismo, le hacen pensar que la ventura final del hombre, cual es planteada por el marxismo como una fatalidad histórica, es casi una entelequia. El francés también rechaza la teoría moralista-idealista de Kant, pues el hombre es amo de sus acciones, y entonces la acción y disciplina dependerán solamente de su voluntad.
Nos resistimos todavía a conjugar con el pensamiento profundo de este intelectual -artista- galo, pero indudablemente sus discípulos debieron haber hallado en estas páginas algunas respuestas a las interrogantes más hondas a la vez que elevadas que un ser humano se puede formular en sus íntimas jurisdicciones: el arcano del yo: “l’homme est condamné à etre libre”.
El autor es estudiante de Ciencias Políticas, Historia y Comunicación.
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