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Los acontecimientos en Venezuela han ingresado otra vez en una espiral de la que una salida parece más remota que nunca. Lo más difícil entre los observadores del escenario sudamericano estos días es encontrar opiniones que sostengan con mínima objetividad que el régimen de Nicolás Maduro sobrevivirá al alud político y social en curso. Una pregunta frecuente en los pasillos de las cancillerías es si el régimen llegará a 2017.
El camino que ha seguido la crisis parece claro para la mayoría de los analistas. El régimen de Maduro, bajo fuerte presión interna y la mirada internacional cada vez más aguda, dio el primer paso para una elección con potencial de revocarle el mandato que ejerce desde 2013. Pero esa fue solo la primera vuelta. Desde entonces procuró torear la prueba con obstáculos y demoras extraordinarias. Cuando solo necesitaba 200.000 votos para abrir el proceso que lo apartaría, la oposición reunió ocho veces más. Atrasó al máximo la fecha para reunir los cuatro millones que se requerirían para el plebiscito y por último canceló el proceso.
Maduro agarró el timón después de la muerte de Hugo Chávez, y tras elecciones (convocadas en solo 30 días) que ganó por un margen estrecho a Henrique Capriles. Desde entonces, sus decisiones principales han buscado paliar el descontento creciente y su mayor sostén parece ahora provenir de los militares.
Este fin de semana llegó con expectativas ambivalentes creadas por un nuevo diálogo, ahora con la presencia de la Santa Sede.
El anuncio llegó cuando las olas de la protesta en las calles estaban con fuerza máxima. El gobierno lo abrazó como quien agarra un remolque. Los opositores lo vieron con cierto desaliento pero sin apartar la esperanza de que la iniciativa pueda ayudar a convencer a Maduro de que para salir del atolladero en que está Venezuela la única opción democrática es someterse al referéndum del que todo apunta a que sería perdedor. Siete de cada 10 venezolanos quieren apartarlo del gobierno, de acuerdo con las encuestas más respetadas.
Un estudio del Consejo de Relaciones Exteriores (Council of Foreign Relations), un respetado centro de ideas y análisis en Washington D.C., recuerda que gran parte de los 16 años en el poder del régimen que ahora encabeza Maduro gozó de precios excepcionales para el petróleo. El barril llegó a US$ 140. Esa bonanza extraordinaria permitió al comandante Hugo Chávez lanzar programas sociales generosos, incluso traer a decenas de miles de profesionales cubanos sin mayores oportunidades en su país. Y de paso, entregar petróleo subsidiado a una docena de países del caribe y Centroamérica. Pese a la inmensa fortuna que le llegó a torrentes, el régimen nunca estuvo tan lejos de poner en práctica la noción que durante décadas predicó uno de los mayores pensadores y novelistas venezolanos, Arturo Uslar Pietri (1906-2001): sembrar el petróleo. Quería decir forjar industrias y diversificar las exportaciones y de esa manera pavimentar un camino que haría del país una Suiza sudamericana. (Metas semejantes fueron expresadas en otras latitudes del continente, con resultados también decepcionantes, pero eso es otra historia).
El turbión venezolano viene propulsado por una inflación del 700% este año, que amenaza con saltar al doble en 2017. Restricciones de toda índole han generado penurias nunca registradas en la historia venezolana.
De manera equivalente, las luchas venezolanas de estos días son épicas. Con la meta de restituir el ejercicio democrático, multitudes se han lanzado a las calles de casi todas las ciudades, en jornadas que sus participantes ven como la ofrenda suprema de una sociedad que no cede ante la adversidad. Muchos de los que marchan contra el régimen estaban de su lado hasta hace pocos años, cuando creían que el Socialismo del Siglo XXI era la utopía que empezaba a ser construida. Para ellos, la utopía se volvió distopía, una pesadilla cuyo final esta semana parecía menos distante.
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