En el devenir de los tiempos, el epígrafe nos remonta al norte del Perú, cuando un puñado de aventureros extranjeros ocasiona la caída de la civilización más floreciente del continente austral, con una horrenda masacre de millares de originarios en algo más de una hora, mientras en su bando apenas hubo un herido leve, por accidente, el mismo Pizarro.
La versión de los conquistadores refiere que Atahuallpa los aguardaba en la plaza de armas flanqueado por un aguerrido ejército de 30.000 hombres, que esperaban una señal del Inca para arrollar a los intrusos, inclusive con el peso de sus cuerpos sin utilizar armas ni darles tiempo a cargar sus lentos arcabuces…
Las interpretaciones de lo ocurrido van desde el pánico ante las armas “que vomitaban fuego” junto a los caballos desbocados; el envenenamiento de los odres de vino que Blas Valera dice se brindara al Estado Mayor del Inca; hasta la que afirma que se trata de una matanza en día de feria de indefensas mujeres y niños, mientras el monarca descansaba a pocos kilómetros del lugar, en las aguas termales hoy conocidas por “Baños del Inca”, siendo hecho prisionero sin resistencia alguna.
Resulta manido mencionar que el Inca ofreció por su libertad cuanta riqueza cabía en su celda (88 metros cúbicos medidos por Jerez, el secretario de Pizarro), y que una vez pagado el fabuloso rescate en rápido sumario se lo condena a morir en la hoguera por idolatría, poligamia, parricidio y conspiración contra la corona española, pena que se le conmutó por la del “garrote” (asfixia por el cuello) por aceptar a último momento el bautismo.
Habiendo concurrido en julio pasado al encuentro internacional de escritores, convocado en la región de Catamarca por la Casa del Poeta Peruano, pudimos revisar las páginas de mi obra “Genealogía de los últimos reyes Incas” (Universidad San Antonio Abad del Cusco, 2002), donde cotejamos el secuestro del Inca con un Golpe de Estado promovido por los invasores, por sembrar la confusión entre los nativos que acostumbrados a la ciega obediencia al Hijo del Sol, fueron inmolados cual ovejas ante los lobos.
Como variante, en la precedente conquista de México los soldados de Cortés, en lugar de secuestrar a Moctezuma lo asesinaron y el 27 de junio de 1520 a fin de aplacar a la multitud enardecida, optaron por mostrarlo muerto en la azotea de palacio, obligando al Señor de Azacapotzalco “a hablar por él”, sin percatarse que según el protocolo Nahualt, por ser Tlahtohuanni (“el que habla” o emplea voz divina), Sahagún revela que nadie podía hablar por él, optando los intrusos por abrir fuego contra los sanguinarios aztecas, adiestrados en la lucha cuerpo a cuerpo para domeñar al enemigo que ofrendaban en sacrificio a sus dioses.
Apenas transcurridos dos años del estreno del arcabuz en la conquista del Nuevo Mundo, España se convierte en “el reino donde no se ponía el sol”, controlando en algún momento a Portugal, Países Bajos, Alemania, Austria y gran parte del Sacro Imperio Romano, lo que le motiva en afán de dominio del norte de Italia, a emplear el 27 de abril de 1522 nuevamente las armas de fuego portátiles contra los terribles piqueros suizos.
Durante la toma del Milanesado, el saldo a favor de la arcabucería fue entre 3.000 y 7.000 bajas entre los mercenarios que nunca antes perdieran una batalla, mientras en el bando hispano no se produjo ninguna, a excepción de una ulterior provocada por la coz de una mula.
Al imponerse por primera vez las armas de fuego sobre las de pica dentro del ámbito europeo, resulta absurdo que una década más tarde se continúe mencionando la caída de los incas como el paradigma a nivel universal.
El autor es Miembro de la Academia Boliviana de Historia Militar.
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