Sobreviviendo a la épica castrista

Erick Fajardo Pozo

Un viejo catedrático marxista me enseñó dos décadas atrás la premisa más importante de la política: “No gana una guerra quien dispara la última flecha, sino quien escribe la última página de la historia”. La saga de Fidel Castro es la encarnación de esa noción.

Sobrevivió a sus contemporáneos y a su misma época; a Kennedy a Nixon y a Reagan; a Krushchev y a Gorbachov; a la Guerra Fría, a la Perestroika y al Neoliberalismo.

Más allá de que ésta se inscriba en el realismo mágico, antes que en la historia, parió la narrativa política más consistente y permeable del Siglo XX.

Amparado por dicha narrativa, definió la suerte de Ernesto Guevara y Camilo Cienfuegos con la misma legitimidad subrepticia con la que auspició el encumbramiento de Hugo Chávez, Evo Morales o Cristina Kirchner.

Procreó una prole de esbirros y filibusteros tan mareados de su mística como hambrientos de poder y prohijó una camada de incondicionales y comediantes que lo apologizaron por igual en las canchas de fútbol, en los reality shows y en la academia. Inspiró intensos temores y fanatismos. Algunos lo criticamos con tanta vehemencia como devoción le tributaron Galeano, Maradona o Calle Trece.

Fue una distorsión en el transcurso de una época; una anomalía tangencial en la regularidad de una historia oficial derrotada por la coherencia de su delirante soliloquio insular.

Una derecha paleolítica reniega a post-mortem su incidencia, con el mismo fanatismo ciego con que la izquierda jurásica lo veneró en vida. Su lento y prolongado paso por la historia les recuerda su castración de poder y su enorme incapacidad de producir un meta-relato y una explicación de mundo que desafiara el mito de “La isla de la Dignidad”. Reniegan de Castro porque jamás pudieron producir una contra-narrativa, que los salvara del indigno papel de “esbirros del Imperio” y segundones de las autocracias locales, al que los consignó el monólogo sin correlato de la “revolución cubana”.

Pero negar su incidencia en la historia de la política moderna equivaldría a la candidez de creer que, borrando a saturno del mapa astral, sus satélites habrán dejado de orbitar alrededor suyo.

Los grandes de la política no son por necesidad fulgurantes soles, sino a veces astros oscuros. Los agujeros negros no se ven, pero se los detecta por la enorme distorsión y devastación que provocan en el espacio y tiempo.

Contra los designios del Gran Hermano y los poderes fácticos sobrevivió Castro 90 años. Contra esos mismos designios de la media y el establishment se advino Trump. No cabe duda que la historia es una obra que no la protagonizan los virtuosos de escuela, sino los artistas callejeros, esos que esperan de la vida una oportunidad, porque es todo lo que necesitan para cautivar con su relato de vida.

Castro nos ganó la guerra de las narrativas, la del “framing” de la historia contemporánea de Latinoamérica; y minimizar su protagonismo no hará más grande ni más popular nuestro modesto papel de reparto.

Es una derrota que debemos recordar en su justa dimensión; una dolorosa lección de la que debemos aprender que no siempre tener la razón de nuestra parte implica tener causa justa y que toda epopeya política empieza y termina con un relato sencillo, emotivo y bien contado.

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