Intentemos, como si fuésemos paredes recién pintadas, reservar un paño limpio para que, Jesús, pueda forjar obras grandes en nosotros. Para que la paz, en nuestra mente limpia y lúcida, además de pensamiento, sea un firme convencimiento de ocuparnos de ella.
Un año viejo se cierra. ¿Han existido capítulos con alguna que otra falta en nuestra forma de vivir, expresarnos, creer o lo que sea? Dios, que es ante todo Padre, nos da una nueva oportunidad. El, que es Dios del tiempo, que maneja a su antojo el movimiento del reloj (aunque nos parezca que somos nosotros quienes le damos cuerda) asienta ante nosotros doce meses que son, como 12 oportunidades, para intentarlo de nuevo.
¿Intentar el que? El sacar adelante las asignaturas pendientes que, por diversas circunstancias, han quedado en la cartera de nuestro ser discipulado. Una de ellas, y estaremos todos de acuerdo, es la necesidad de la paz. Un año, con daño, no es vida. ¿Por qué no rezamos con coraje y sinceridad al Señor, para que allá donde estemos seamos portadores y alfareros del bien? ¿Por qué digo esto? Porque tengo temor que, al hablar de la paz del mundo, olvidemos la fraternidad con los hermanos que más cerca tenemos; porque me asalta un cierto miedo de que, al rezar por la paz en el próximo o lejano Oriente, dejemos de lado el cercano continente que son nuestras familias, compañeros de trabajo, alumnos, feligreses, sacerdotes, ciudadanos, vecinos. ¡Claro que tenemos que orar por la paz en esta Jornada Mundial! Pero también es verdad, amigos, que hemos de pedir al Señor y, especialmente a María, que nos regale el gran don de la paz con nosotros mismos. La persona que está en paz consigo misma, irradia paz. Y, en el mundo, en la política, en la iglesia, en la familia y en todos los ámbitos, hoy más que nunca, son necesarias personas que estén primero en armonía y en paz consigo mismas.
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