Francisco Cobos
Yo lo he visto, aunque en sueño, lo he visto. Encorvado sobre la complicada máquina, tensos los múltiples hilos y con los husos en la mano, el viejo tejedor fabricaba una tela.
Era larga y era ancha: todo cabía en ella. Era fuerte por un extremo, por el otro se deshilachaba. Era, también, caprichoso: todos los colores se reunían allí. ¡Cuántos hilos!
–Viejo tejedor, ¿qué hilos son esos?
–Son los hilos de la existencia.
El telar era muy grande. Innúmeros eran los que trabajaban en él. Unos reían, otros lloraban al son acompasado de las lanzaderas; pero todos reunían los hilos preciosos que más tarde debían desunirse: todos tejían su propia tela.
–Viejo tejedor, ¿qué fabrica ese joven tan afanosamente?
–Ilusiones, sueños, esperanzas. . .
–Viejo tejedor, ¿qué hilos son los que emplea aquel receloso?
–Los de la envidia, la mentira y la calumnia.
–Viejo urdidor, ¿qué teje aquel anciano?
–Desengaños, infortunios, ingratitudes.
Unos reían, otros lloraban al son acompasado de las lanzaderas, pero todos reunían los hilos que más tarde debían desunirse: todos fabricaba su propia tela.
A veces la tela era un manto de púrpura; otras, pañoletas y vendas, y a veces, era un sudario.
Mientras unos reían y otros lloraban al son acompasado de las lanzaderas, el viejo urdidor me dijo:
–¡Todos tejen su propia desgracia!
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