Vamo’ arriba
Debo comenzar mi descargo de esta semana agradeciendo a aquellos seres bondadosos que, conmovidos por la desdicha que atraviesa quien les escribe, se tomaron el tiempo de enviar un mail para explicar el significado y las diferentes acepciones de la palabra “cojudo”.
A aquellos que, por el contrario, escribieron para insultar, dudar de mi sexualidad y/o sugerir que me vuelva a mi país o me enfrente a las funestas consecuencias, muchas gracias también.
Mi intestino y mi colon agradecerían que hiciera caso a esta última recomendación. Paso a explicarles.
Vengo de una tierra en la que los individuos con más testosterona son aquellos que se atreven a poner pimienta a la pizza. Son los machos alfa, los mariscales de campo, los Aquiles. Aquellos por los que las mujeres mueren, y el resto de los mortales admiran.
Demás está decir, que yo no pertenezco a esa elite.
En mi país nadie come picantes. La Salsa Tabasco es un cuco con el que asustamos a los niños que no se quieren dormir y los chiles jalapeños son tan ilegales como el plutonio enriquecido. Por lo cual, mi organismo no está diseñado para recibir alimentos que ocupen un lugar de privilegio en la Escala Scoville.
Hace exactamente 98 días que vivo -y por consiguiente como- en Bolivia, de los cuales más de 70 he ido al baño de manera poco decorosa y nada recomendable por los gastroenterólogos.
Almorzar con mis compañeros de trabajo y verlos verter la llajua en su alimento, o masticar con placer un locoto -como si de una barrita de cereal se tratase- genera envidia, admiración e inevitablemente un poquito de vergüenza en su humilde servidor.
“¿Ya probaste la ulupica?” -me preguntó, no hace mucho, un compañero que hasta ese momento consideraba amigo.
Confiado y sin sospechar siquiera un ápice, roté mi cabeza hacia los costados, como un ventilador de pie de corto alcance, y me dispuse a disfrutar del manjar que mi interlocutor recomendaba.
Leí alguna vez, que nunca lloramos por lo que creemos que estamos llorando. Y que, por el contrario, utilizamos las lágrimas presentes para aliviar angustias no resueltas en el pasado.
¡Mentiras! ¡Patrañas! ¡Falacias! Yo estaba llorando por la maldita ulupica que acababa de tragar.
Todo mi sistema respiratorio, mis glándulas lagrimales y mi conducto digestivo estaban irritados como el perineo de un maratonista al llegar a la meta.
El agua, el hielo, las 4 rodajas de pan; ni siquiera la pomada antihemorroidal que el médico acabó recetándome, pudieron aliviar mi agonía.
Afortunadamente el inodoro de la redacción de EL DIARIO es cómodo y el Internet llega justito hasta la puerta del baño.
Con los pantalones en los tobillos, el brazo estirado para agarrar señal y la dignidad extinta, me despido por esta semana y les deseo a todos una muy buena digestión.
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