Norberto Alcover Ibáñez
“La vida es la misma para todos, y sólo cambian las edades, las intenciones y por supuesto las responsabilidades”, decía Truffaut, uno de los mejores directores de niños en el cine. En la gran pantalla vivir y morir parece cosa “de mayores”, y sin embargo determinadas situaciones infantiles acogen vidas y muertes con una radicalidad admirable, tanto humana como estética. Al final todo se reduce a una cuestión efectiva.
Con el paso de los años, se ha visto en pantalla un desarrollo cronológico de los niños que nos conduce desde una infancia ingenua a una conciencia infantil agresiva y precoz. Desde los felices 20 a los belicistas 2000. Contemplamos la forma en que las películas se abren camino desde la ingenuidad al duelo. Si bien con excepciones. Existe una serie de títulos, entre otros muchos, que nos permitirán comprobar de qué manera el cine se pega a la vida de adultos pero también de niños.
Partimos del año 1921, en el que Charles Chaplin lanzó El Chico. La película arranca con una historia de amistad de un sentimentalismo subido, que se transforma en un personaje infantil. Casi cuarenta años después, en 1959, Truffaut estrena 400 goles. Las imágenes de esta historia de ambigua liberación infantil, golpean la conciencia familiar con estruendo. Los padres no acaban de darse cuenta de los hijos que tienen y de sus objetivas necesidades, pero los niños ya no son como antes y acaban por huir hasta dar con el mar, el agua acogedora de su libertad
Pero es el gran y siempre creativo Spielberg quien en 1982 nos deja sin aliento con la historia de amistad espontánea y maravillosa entre los pequeños terrícolas y los aparecidos alienígenas, llegados en aquel enorme y humeante platillo volante, al que más tarde tendrá acceso un representante de nuestra raza: E.T. La infancia acepta perfectamente y se conlleva con “lo anormal”, por la sencilla razón de que ella misma es un frasco de anormalidades para nuestra sensatez apriorísticamente organizada en su totalidad. Los niños y niñas se asoman mucho mejor que sus adultos a lo desconocido y alternativo. Nunca abandonarán esta dimensión.
Un film que abre un nuevo camino para los pequeños en el cine es El río de la vida, de Robert Redford, en 1992. En la película, de una enorme belleza interior y no menos ambición temática, los dos hermanos crecen, y desde sus respectivas características infantiles, alcanzan una madurez absolutamente diferente. Situados ante el bien y el mal, proceden de forma contradictoria, en gran parte porque sus respectivos temperamentos crecen distanciados por completo, aunque el ambiente primigenio sea el mismo. Como la vida misma. Es un film “de crecimiento”. Y también el cine crece con tal film, que nunca se te escapa del alma.
Robert de Niro emergía como director en el film Una historia del Bronx, protagonizado por un niño y más tarde adulto, enfrentado al ejemplo de su padre, un tipo excelente en el ambiente putrefacto del Bronx, y de otra parte a la seducción de un gánster, dueño y señor del barrio. De nuevo, estamos ante la oferta del bien y del mal, pero en esta ocasión mientras la infancia alcanza la adolescencia, el dinero fácil hace mella en la moral del chico. Pocas veces hemos asistido a una película donde la infancia crecida forme parte de una sociedad tan endiabladamente agresiva como en ésta. Crecer es una asignatura muy compleja y dolorosa.
En Cartas a Dios, de Eric Enmanuel Schmitt, realizada en 2009, se nos muestra la relación cauterizadora entre una artesana de pizzas y un niño con leucemia progresiva en un hospital. La mujer le toma cariño y le propone como tarea pedagógica que escriba una carta diaria a Dios, lo que produce textos antológicos que despiertan las emociones de todo espectador. Óscar, nombre del pequeño, no solamente se entretiene sino que se abre a un mundo casi desconocido y curativo de su desesperanza.
La máxima clave infantil radica en los orígenes, en las esperanzas conseguidas pero también en las esperanzas truncadas. Es la auténtica clave de nuestras vidas. Somos lo que depositábamos en la mochila de la vida al comienzo, diría que antes de cumplir los diez años. Somos nuestro pasado. Somos niños y niñas ya olvidados. ¿Intentamos recuperarlos?
El autor es periodista.
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