La intrusa (cuento)

Marcelo Orlando Aguilar Blanco

Después de un largo paseo por el día, llegó a casa mi hermana, la Noche. Venía acompañada de su amigo, un reloj al que le gustaba cantar de rato en rato. Me habían estado esperando desde el crepúsculo. Seguramente tenían algo que decirme.

Yo sabía que vendrían, aunque no estaba muy seguro de aquello. Ambos permanecían en silencio, esperando quizá que yo les dijese algo. Como esto no sucedió, el reloj, con voz rara, me echó en cara once veces mi falta de cortesía.

Dadas las disculpas del caso, les pedí que me esperaran un momento, ya que antes tenía que hablar de algo muy importante con mis primos sobre la situación de algunos papeles, y que luego los atendería. Cruzaron entre sí una mirada de fastidio, pero ambas cabezas asintieron.

Me dispuse a conversar con mis primos; pero me di cuenta que sobre la mesa y al borde de una fuente, estaba alguien a quien yo no había invitado. Me quedé observándola con alguna atención, como preguntándole quien era.

Ella ni siquiera me miró, había entrado a mi casa sin pedir permiso a nadie. Yo no quise decirle nada, sólo me limité a observarla.

Pronto me di cuenta, que lo único que buscaba era un poco de alimento para poder subsistir. Se notaba que tenía hambre, pues nadie busca comida a esas horas en que las sombras reinan.

Su desesperación era creciente, iba y venía por todo lado como queriendo encontrar algo... De pronto, su cadavérico rostro se iluminó y apareció una sonrisa con olor a muerte.

Había descubierto un poco de mermelada en una fuente, y luego de realizar un extraño rito, sentose a la sombra de un florero a dar cuenta de su hallazgo.

Yo no sabía qué decir, mis primos permane-cían callados ignorado aquella situación.

La inesperada visita permanecía detrás del florero. Y, como nosotros no queríamos acercarnos demasiado, optamos por soplar con todas nuestras fuerza, para recorrer un poco el objeto que nos impedía verla.

Después de ese esfuerzo sobrehumano, logramos al fin nuestro objetivo, apareciendo nuevamente ante nosotros la figura de la intrusa.

Nos miraba con unos ojos mezcla de sobre-salto y enojo, por haber interrumpido tan inesperadamente su ingestión.

Luego con un severo reproche, nos advirtió que no volviésemos a molestarla; porque si lo hacíamos, la pasaríamos muy mal.

Nosotros acatamos dócilmente la advertencia para evitar problemas. La intrusa, segura-mente a causa del enojo, olvidó por completo dónde había dejado la fuente, y se puso a buscar desesperadamente por toda la casa; de un lado a otro, de arriba abajo.

Estaba completamente fuera de sí, su rostro estaba desfigurado por la ira. Nos increpaba, nos insultaba y maldecía por haberle hecho perder su comida.

Luego de unos instantes que nos parecieron eternos, todo volvió a la normalidad –si cabe el término-, pues la intrusa, al fin encontró lo que había perdido.

Desparramó una mirada asesina por todos lados, y ante nuestros incrédulos ojos, se enfrascó en una lucha a muerte con la mermelada.

Era un cuadro dantesco, algo que nuestra razón se negaba a aceptar. De improvisto, intervino mi hermana, la Noche, que con su amigo lo habían visto todo.

Rápidamente decidimos poner fin a esta situación. Resueltamente, y todos juntos, echamos a la calle a este ser tan repulsivo que nos había hecho ver un espectáculo tan brutal.

Días después y en forma casual, me enteré del nombre de esta intrusa. Me dijeron que tenía por costumbre hacer lo mismo en todas las casas que encontraba en su camino. Se llamaba la Mosca.

 
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