Almirante (sp) Jorge Botello Monje
Zygmunt Bauman falleció hace poco, nos dejó su “modernidad líquida”, que cuestiona la solidez de nuestras creencias, sumiendo algunos espíritus en un profundo sentimiento de inseguridad; al ver que, poco a poco, desaparecen las bases que sostenían, lo hacen aún pero cada vez de modo más precario, nuestra concepción del “deber ser” de las ideas.
Las cosas sociales no tendrían solidez, solo un “devenir” sin orientación ni siquiera lógica, pues hasta ésta es superada por los sucesos de la realidad. No solo cambian ellas, arrastran a las concepciones que, de ellas, se reproducía en el imaginario social. Al cambio de las cosas sociales le sigue el de las mentalidades, de las construcciones de conceptos, de lo que era “bueno”. En ese escenario todo se hace relativo, peligrosamente relativo. No existen paradigmas que duren el tiempo necesario para generar usos y conceptos, se cuestiona todo. Los derechos de los seres humanos se relativizan, hasta se acepta la tortura como medio legal, si no legítimo, para obtener información, en nombre de la seguridad que, por supuesto, le es negada al torturado, primera víctima de lo que se pretende combatir, a su propia costa.
No solo la modernidad es líquida, la historia ha sido líquida, porque el desarrollo de las sociedades y del ser humano individual, se ha caracterizado por el cambio, solo de este modo ha podido evolucionar y desarrollarse, sin dejar sentado que el cambio necesariamente sea bueno, aunque sí imprescindible para la mejoría.
El cambio, la “liquidad” de la realidad vivida en cada momento, empleando el término como categoría social, para diferenciarla de la “liquidez”, categoría más bien económica, se torna amenazante, pues al no haber referentes, surge el interrogante, ¿hasta cuándo es bueno el cambio en sí, no solo en cuanto a su calidad sino en su proyección en el tiempo y a su extensión?
El cambio, la revolución, ¿debe ser permanente o hay espacios para la reacción? ¿Los cambios deben barrer con todo lo establecido, incluidos los valores?, ¿se instaurará otros nuevos?, ¿con referencia a qué? ¿El respeto por las leyes, por los compromisos, el respeto a la palabra empeñada, por la vida humana, será reemplazado por criterios utilitarios, de modo que los valores no serán un elemento que guie el comportamiento en la relaciones humanas, sino solo una guía para obtener el mayor provecho, una justificación del beneficio propio, una suerte de “los fines justifican los medios”, sin importar su impacto en la sociedad?
Si los que ostentan el poder pueden gestionar los cambios, ¿cuál es el resguardo de los ciudadanos, de los llamados “de a pie”, frente a la arremetida de esos movimientos que, muchas veces, solo benefician a los administradores de los mismos? Si se atropella la ley en nombre del cambio, ¿qué asegura un beneficio para los sujetos a ella que, sin ser conscientes de sus efectos, los impulsan, llegando a ser víctimas de los atropellos?
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