Ernesto Bascopé Guzmán
Abrigo la esperanza de que un día, pasados los años y olvidado el régimen, por hábito o cansancio quizás, seremos capaces de pasear por la plaza Murillo y mirar sin espanto la mole que desfigura nuestro centro histórico. Me pregunto si aún llamaremos Palacio a este monumento al despilfarro o si en su lugar habremos escogido un nombre que refleje mejor la monstruosa arrogancia que determinó su construcción.
Más difícil será encontrar explicaciones que nos justifiquen, que nos exculpen en realidad, ante las nuevas generaciones. ¿Por qué permitimos un gasto tan obsceno en un país con tantas y tan urgentes necesidades?, ¿por qué sólo unos cuantos se opusieron, reclamaron?, ¿qué variedad particular de sumisión explica que tantos apoyaran con entusiasmo este proyecto?
Confío en que los historiadores del futuro tendrán cierta consideración con nosotros y no juzgarán con demasiada dureza nuestro escaso valor o el limitado apego al patrimonio arquitectónico que heredamos. Constatarán sin duda, con documentos y testimonios, que ésta fue una época de derroche generalizado, un curioso carnaval de gasto público, sin verdaderos controles administrativos o democráticos. Es probable entonces que el esperpéntico edificio aparezca como un detalle menor en una extensa crónica de plantas industriales sin materia prima, empresas públicas sin clientes, museos sin visitantes. Triste excusa, pero excusa al fin.
Aun así, imagino que les resultará imposible develar la lógica detrás de la construcción de la “Casa del Pueblo”. En efecto, encontrarán incomprensible que los gobernantes de esta época, confrontados a una burocracia deficiente y arcaica, hayan preferido construir oficinas en lugar de modernizar la administración pública boliviana.
Estos futuros analistas revisarán sin duda archivos y hemerotecas para comprobar que los políticos de nuestra época, los expertos y la ciudadanía coincidían en el diagnóstico: la administración pública boliviana no responde a las necesidades del país ni es un factor que contribuya al desarrollo nacional. Con sorpresa, verificarán que nuestra sociedad había determinado también las causas: ausencia de un servicio civil que garantizara la estabilidad e idoneidad de los empleados del Estado, apropiación de áreas enteras del aparato estatal por parte de grupos de poder y facciones del partido de gobierno, incentivos perversos que premian y promueven la lealtad perruna antes que la aptitud profesional, incapacidad para rendir cuentas y transmitir información veraz a la ciudadanía, entre otras.
¿Cómo entender esta paradoja entonces? Conocida la enfermedad, determinadas las causas esenciales, intuidas algunas soluciones, ¿el Estado prefirió invertir en cemento? Develar este misterio dará mucho trabajo a generaciones de sociólogos, politólogos e historiadores bolivianos, sin duda. Pobre consuelo, sin embargo.
Abrigo la esperanza de que un día, pasados los años y olvidado el régimen, podremos mirar la mole que desfigura la plaza Murillo y tener al menos la certeza de que en su interior se mueve una administración pública eficiente y profesional, resultado de una verdadera revolución y de un futuro gobierno, democrático y responsable. Esperanza, esencial esperanza.
El autor es politólogo.
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