ESPECIALES

Simplemente Messi

Por Álvaro Zuazo


Leo Messi es uno de los protagonistas y uno de los mejores exponentes de la história del fútbol mundial.

No quiero que pierda Bolivia, pero quiero que gane Messi. Quiero que a Bolivia le vaya bien siempre y en todo –por supuesto–, pero el fútbol no es una guerra ni una bandera, es un juego. Y en el fútbol yo soy de Messi. Decir esto no es políticamente correcto, pero es que el fútbol no es política, es deporte. No se ocupan territorios ni toman riquezas ni se somete a poblaciones.

En el fútbol se gana según un reglamento riguroso –ojalá siempre bien aplicado–, no cobrando víctimas. Gana el que juega mejor (o tiene algo más de fortuna), no el que causa más bajas. Y fuera del césped, gana quien es capaz de apreciar el arte, el talento, la inspiración, la virtud, la inteligencia, la genialidad. Y Messi es todo eso. Con él, gana siempre el fútbol.

Claro que me gustaría a una Bolivia en vías de clasificarse, pero ya no es una opción. Y eso no hace menos dignos a sus jugadores ni menos futbolistas ni menos profesionales. Lo que no honra es pegar patadas, o codazos, o cazar rivales por ser dueños de destrezas y dones mayores.

¿Por qué a nadie se le ocurre partirle una ceja o una pierna a un taumaturgo del Cirque du Soleil? ¿Alguien sabe de alguno que pague para ver caer a un equilibrista? No creo que sólo sea porque en el Cirque no hay rival ocasional, que también. Sino porque quien está dispuesto a contemplarlo milita sin provincianismos en la pasión por el virtuosismo, la destreza y la estética.

Mientras, en el fútbol crecen quienes creen que el espectáculo debe ser el ejercicio de una pasión algo distinta, más bien parecida al odio. Es algo atávico, primitivo. A veces, inconsciente. A menudo, promovido por quienes ven todo como asunto de orgullo y pugna, personal o tribal.

Es cierto, está el prehistórico argumento de que el fútbol es para hombres. ¿Y qué hacemos ahora con las mujeres que lo juegan cada vez mejor? ¿O es que cuando se habla de hombres se quiere en realidad decir: seres supuestamente racionales que no actúan según su razón sino que se jactan de haber renunciado a ella?

Tengo la impresión de que no se hace patria cortándole una ceja a Neymar de un codazo y declarando, ufano, que el brasileño lo merece por “canchero”. O cuando se golpea a Messi bajo cargos de “sobrador” y se deplora que “por ser el mejor no se le pueda dar una patada”. ¿Otra más?

Pensar y actuar así no tiene que ver con himnos y soberanías. Más bien con fronteras propias, con orgullos mal entendidos. Porque no humilla el talento. Humilla el negarse a valorarlo, el no ser capaz de sobreponerse a las propias limitaciones y optar por descargar la frustración castigando al que sabe o puede más. Empequeñece el entender esto como un agravio, no como el juego que es.

También está eso de los anónimos y secretos códigos según los cuales el “lujo” está prohibido. Y no, los códigos no escritos de supuestos honores están bien para Don Corleone. Y en el fútbol la inspiración no es lujo, es necesidad, razón de ser. Porque si no hay filigrana, si no hay magia, sería esa triste carrera de búfalos que se ha querido que sea en Europa. No el malabarismo prodigioso aprendido en esa cancha de tierra sudamericana, cuna de los mejores.

Precisamente, cuando el fútbol del grandote de 1,90 empezaba a llevarse a todos por delante en Europa, surgió en Barcelona la reivindicación del arte y la técnica. Vinieron en su rescate primero Cruyff (+), luego, Guardiola.

El Barça, después del Brasil del 70, ha regalado al mundo del fútbol sus 10 mejores años gracias a esa convicción... y a Messi. El es el estandarte del fútbol jugado por futbolistas. Quien desmintió, con otros dos bajitos enormes (Xavi e Iniesta) –y hoy desmiente con otro prestidigitador, también de menor porte para la norma europea (Neymar)– al fútbol de los grandulones. De los atletas a los que luego se les enseña a pegarle fuerte a la pelota. Nunca a acariciarla.

Y es que como dijo Cruyff, Messi, por virtud y complexión, tiene algo que nadie más: en un metro dada la precisión, cortedad y rapidez de su paso, puede cambiar de dirección tres veces antes de que el defensor termine de dar el primer tranco.

No quiero que pierda Bolivia, pero quiero que Messi vaya a Rusia. Porque quiero verlo más años en lo más alto y alzando copas. Quiero que el 2018 sea suyo, porque se lo merece, porque se preparó para eso durante una vida de esfuerzos y sacrificios. Y enfrentando problemas serios de salud a los que combatió inyectándose en las piernas, él mismo y desde los 11 años, medicamentos para crecer. Día a día, durante cinco años. Miles de pinchazos. No para ser galán: para ser futbolista.

Porque a los 13 años decidió dejar su humilde hogar en Rosario y se juró sacar adelante a su familia –empobrecida y sin empleo–, parado ante la vida sobre dos piernas pequeñas y aún frágiles. Lo suficiente como para que, en Barcelona, se las partiera en inferiores.

Porque es también ejemplo de fortaleza ante una insidiosa xenofobia, que enfrentó primero de adolescente y hoy engorda a algo parecido a la persecución política. Porque está pagando la cuenta de los desencuentros entre Cataluña y el poder de Madrid. Ejercido a través de jueces y medios que miran para otro lado cuando el infractor está vinculado al equipo oficial del estado, mientras alimentan tramas contra los sudamericanos del Barça e inflaman a diario la crítica contra ellos.

Porque quiero al fútbol y porque quien siente eso no puede menos que querer ver a Messi por muchos años más. Porque su juego hace más llevadero a un mundo de cada vez menos héroes y más villanos. Porque su genio nos devuelve a la niñez sorprendida y fascinada ante quien parece superar las leyes de la física, para crear fantasía, hacer magia, en un mosaico, con una finta, un torso que insinúa ir para aquí y sale corriendo para allá.

No quiero que pierda Bolivia, pero quiero que gane Messi, siempre. Porque el día en que ya no esté, como ha dicho uno de sus mayores rivales circunstanciales –Mourinho–, seremos muchos los que sentiremos el calor de unas lágrimas traicioneras correr mejillas abajo.

Algo de la belleza que aún se puede contemplar cuando se enciende el televisor se habrá ido con él para siempre a su Rosario. Para estar más cerca de la abuela Celia, y rezar frente a su lápida. Como cuando chico y sin plata para el pasaje escapaba de casa y caminaba interminables cuadras para llevarle las flores que arrancaba al paso. Para proseguir el homenaje a esa mujer que, con amorosa confianza en sus pocos centímetros, le dijo a los cinco años: “Algún día, vas a ser el mejor del mundo”. La mujer a la que le dedica cada gol al santiguarse y levantar los dos índices al cielo.

Que nadie se enoje, por favor. No tiene que ver con banderas. Va más allá de la razón, pero no la niega. Tiene, más bien, mucho que ver con el corazón. Con el fútbol, el arte y el querer a ese niño, al nieto de doña Celia (a ella también, acaso la abuela que recordamos todos). Y con esos dolores y amores que han hecho de él al más grande de todos los tiempos.

 
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