II
Ignacio Vera Rada
Aquí poco valen las erudiciones científicas. En lo mítico está la nativa cifra sapiencial. Fernando Diez de Medina, el más poeta y el más cultivado de los escritores de la insurgencia literaria vernacular boliviana, sella su Nayjama con este final que hoy reseñamos, o, mejor, coreamos. Porque su prosa es melodía autóctona.
“Soy la Aurora Matutina:/ tu búsqueda está cerca”, dice el Khantati-Ururi: el Buscador está ya próximo… Solo la Montaña Tricúspide sabe las palingenesias del terruño indio, a ella debe acudir siempre en la meditación el Buscador. Illimani destella al foráneo con su soberbia alba y rosa al sol, ¡con su cima de un tríplice perfecto! Es ineludible citar, nuevamente, al bardo clásico e indio: Tamayo. “El alma de estos montes/ se hace hombre y piensa”; ¡Genius loci! Sentid orgullo, moradores andinos, de la energía creadora que el genio telúrico os brinda. Nuestro Guillermo Francovich la llamó “mística de la tierra”. La misma significación general; cuestión de exquisiteces lingüísticas nada más.
El más grandioso de los montes tenía que ser también el más solemne; ¿quién no sintió saudades al contemplar los tres picos rosas (en los atardeceres) y las áureas cimas (cuando el sol monta al meridiano) del Coloso del Ande? Illimani es también Mallku-Kaphaj, el cóndor poderoso.
Haced analogías. La Apacheta es para el indio lo que el oráculo para los griegos.
Tiwanaku. Urbes megalíticas. El Buscador llegó a esta cuidad de piedra cuando “el sol caía a plomo”. Con la misma altivez de las montañas, más allá está La Puerta del Sol, con sus glifos huraños que recelan del investigador y no entregan su secreto. Ni aymaras ni quechuas conocen la raza que hizo estas arquitecturas dignas del más entendido geómetra. Quizá Tiwanaku sea uno de los arcanos más profundos; los sabios siguen en polémicas y han acordado en dividirlo en cuatro periodos. En su obstinación, el Buscador seguía auscultando y realizábase a sí mismo preguntas en un soliloquio desesperado cuando una silueta lapídea, un monolito, se le acercó y le dijo: “¡Calla intruso! Aquí se mira y se intuye. El sabio reflexiona, el ignorante debe enmudecer”. Los tiwanakus no entregan fácilmente sus claves históricas, la única fuente para inquirir su cultura es la piedra. Finalmente el Buscador se dio cuenta de que la belleza de Twianaku es precisamente su misterio ineluctable.
La cadena montañosa sigue revelando sus portentos. Sigue Illampu. Se le llamó también el Sorata, y si Illimani invita a la nostalgia, Illampu pasma por su inaccesibilidad. Es el volcán mayor; domina a los demás montes por su ancianidad. La mitología andina le llamó Inti-Llamphu, el lecho donde el sol reposa, morada de los dioses. Quién no quedó maravillado después de ver esa gran figura alba y cónica. Como la Montaña Tricúspide, la Morada de los dioses también tutela a sus pies una urbe, y es un valle alegre y riente: Sorata, el Edén andino…
Sajama: el Rebelde; Wayna Potosí: el Joven Bramador; Mururata: el Descabezado. Así es la epopeya de los montes que bellamente desfilan en el orbe. En esta teogonía también intervino Thunupa, el Enviado. Pero haremos la crónica de la tragedia de Thunupa en otra ocasión.
El canto de Nayjama acaso se condense en la seguidilla de otro poeta: “El alma de estos montes/ Se hace hombre y piensa./ Tramonta un ansia inmensa/ Los horizontes./ Y en luz huraña/ Más de una sien transflora/ ¡Una montaña!”.
Así termina el libro de Nayjama, el Buscador.
El autor es poeta.
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