Es un verdadero desaguisado pretender contemplar a los ancianos como seres inútiles y acabados, cuando su presencia simboliza efectivamente la expresión más convincente del contenido de vida, al constituir ellos los únicos que poseen la sabiduría plena del ejercicio de vivir, que no es posible adquirirla por medio de los mejores tratados del génesis de la vida. Se debe abandonar la costumbre, práctica o hábito del descalificar al propio ser humano y prójimo, cuando no se conoce ni siquiera por aproximación las vivencias y la transformación de las experiencias, sentimientos y valores al asumir nuevas fases en la vida biológica.
Este efecto tiene como causa, en la mayoría de las veces, la reprochable soberbia que se enquista en el ser humano cuando se encuentra en etapas de la vida en las cuales el vigor, el desenfreno ególatra y la sobreestimación de la juventud y la adultez están en un grado superlativo de éxtasis. El rango de actividad intelectual y observación acumuladas en el decurso de la vida de los ancianos, cualitativamente, constituye una fuente tangible del saber nada deleznable, muy difícil de superar con estudio y de equiparar con enunciados carentes de credibilidad, al no ser inherentes a la experiencia.
La inherencia de la sabiduría de los ancianos con la progresiva urdimbre del inextricable proceso de fijación cognitiva es una realidad inapelable, la cual nadie puede alterar ni se arriba a ella por subterfugios; la vida no tendría el equilibrio que emerge en cada vicisitud si a los ancianos, en su última etapa, la propia vida no les depararía este estado excepcional de conocimiento y percepción casi perfecta de cada circunstancia.
Los ancianos son los únicos que pueden llegar hasta el estoicismo sublime en sus falencias fisiológicas y decaimientos frecuentes propios de una depresión senil que se manifiesta con diferente intensidad. Es improbable que un anciano o mejor una madre anciana transmita fielmente a sus hijos la realidad de sus padecimientos biológicos, sean éstos de origen somático o psicológico, no lo hacen porque reside en su estructura interna una tendencia arraigada de no preocupar a los hijos ni ser un anclaje para ellos, entendiéndose esta inclinación a límites de sacrificio que no son comprendidos como la expresión de un amor infinito.
Mujeres y hombres ancianos no cejarán en su tesitura indeclinable de ser un aporte cierto en los inevitables problemas y vicisitudes de sus hijos y no transmitirán sus posibles dolencias, por lo contrario, los hijos no observarán a sus progenitores ancianos como un estorbo o limitación de su libertad, sino como un dulce anclaje benéfico, por el cual viven y progresan.
El autor es abogado, autor del libro SENESCO, hacerse viejo”.
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