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Una región de poco relieve en el universo informativo surgió a las primeras planas de los medios estos días cuando una multitud congregada para aplaudir expresó su rabia y empezó a proferir gritos y lanzar botellas, latas, ladrillos y huevos contra quien se creía que sería vitoreado, pues era el orador principal de una ceremonia cívica.
Nicolás Maduro tuvo que escapar en medio del nerviosismo de sus guardias acosados por la ira de San Félix, una población del extremo sur venezolano, un trópico amazónico de las vecindades del Orinoco y el Caroní. El lugar se convirtió en la segunda mitad del siglo pasado, cuando fue fundado, en un polo de atracción de inversiones del estado. Al lado de Puerto Ordaz, forma Ciudad Guayana, un epicentro industrial del acero y aluminio establecido hace poco más de medio siglo para servir de equilibrio al petróleo omnipresente de la vida venezolana.
El 11 de abril, una multitud indignada con la carestía de la vida, escasez, servicios públicos deficientes, delincuencia e inseguridad expresó su repudio al gobernante en una de las manifestaciones públicas más elocuentes de las penumbras que avanzan sobre el régimen socialista del Siglo XXI. El mandatario retornaba de Cuba, donde se habían reunido líderes de esa corriente sobre la que navega también Bolivia.
Maduro dijo que lo que había ocurrido no tuvo nada de siniestro, pues se trataba de expresiones de cariño de la población hacia su presidente. A los pocos días ordenó una repartición de armas entre los militantes de las Milicias Bolivarianas, la fuerza de choque del régimen. En las horas que siguieron el ambiente en todo el país era más tenso de lo acostumbrado y se aguardaba con inquietud las concentraciones ordenadas por el gobierno, en el rastro de la que la oposición tenía prevista para el miércoles 19 de abril, que en 1810 marcó el comienzo de las luchas emancipadoras del país y el fin del régimen colonial.
Con una aprobación próxima a lo ridículo (el 80 por ciento lo reprueba, de acuerdo con encuestas por lo general confiables), muchos analistas y académicos tratan de determinar el origen de la resistencia de Maduro y su régimen a las embestidas populares. El factor más importante puede ser el de la fuerza militar, muchos de cuyos mandos estarían comprometidos con una administración impropia y caótica del mar de ingresos que bañó al país durante el auge de precios del petróleo.
La generalización de las protestas de estos días, entre las cuales el repudio de San Félix fue muestra mayor, puede estar poniendo a prueba la lealtad de los militares. El dilema parece inescapable: apartarse de los elementos más radicales del régimen y exigirle aceptar normas democráticas elementales como elecciones a corto plazo, o ahogarse en la riada social cuyo apaciguamiento luce cada vez más remoto.
La resistencia venezolana es vista como una nueva prueba del repudio a un régimen cada vez más aislado que luce empeñado solo en mantenerse. Una resistencia contemporánea similar para contener el derrumbe ha sido vista en el hemisferio solo en al caso de dictaduras como la de Somoza en Nicaragua o la que condujo Manuel Noriega en Panamá. Por el curso que ha tomado la turbulencia muy pocos apostarían por una larga duración del régimen madurista.
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