Augusto Vera Riveros
¡Proletarios del mundo, uníos!, es el epígrafe con que el Manifiesto Comunista comienza una Declaración de principios cuyo texto es lirismo puro, cuando menos para quienes mucho después de su proclamación al mundo, pusieron en práctica esas formas de convivir en sociedad, trepidando, en casos, la institucionalidad de los gobiernos.
Así es, muy pronto el mundo evocará los cien años de la revolución bolchevique de octubre de 1917 que materializó la tesis de Marx y Engels cambiando las estructuras, cierto, de una Rusia anacrónica, injusta y de esclavitud impuesta desde hacía varios siglos por la dinastía Romanov. El odio que invadía el corazón de Vladimir Ilich Ulianov, no solo cambió los modos de producción de la Rusia zarista, propuso también europeizar la nueva doctrina que enarbolaba la bandera de la lucha de clases.
El capitalismo inmoral que concentró desde tiempos inmemoriales la riqueza en manos de una casta “superior”, halló en el marxismo, en Lenin, Trotsky y otros de brillantes cerebros, pero de opacos corazones, la forma más sanguinaria de canjearlo por una decantada dictadura no del proletariado y sí, de una élite de dirigentes, que desangró desde Petrogrado en dirección a los cuatro puntos cardinales de su extensa geografía, en una guerra civil en que los muertos se contaron por varios miles. Rápidamente en Europa del Este se impuso el comunismo como sistema de gobierno.
Muerto Lenin en 1924, quien sostenía que: “no importa que las tres cuartas partes de la humanidad muera, lo que importa es que la cuarta parte que sobreviva, sea comunista”, no acabó ese estado de cosas, no obstante haberse constituido en una especie de caudillo insustituible, porque ese interregno breve pero obligado de la calamitosa Rusia, se ahondó con la toma del poder de un, hasta entonces, irrelevante dirigente bolchevique. Stalin rápidamente se convirtió en el criminal más grande de que la historia de la humanidad tenga memoria. Los muertos se contaron por millones, coartando todas las libertades civiles, ejecutando sumariamente a cuanta persona tenía la insolencia de desaprobar los postulados del Partido Comunista. El tirano, que en barbarie superó sobradamente a otro monstruo del terror, Hitler, si bien hizo que la URSS despegara industrialmente e impusiera la colectivización agraria, lo hizo a costa de ríos de sangre inocente, de millones de deportados, millares de asesinatos, trabajos forzados, que paradójicamente hicieron añorar los años de Nicolás II.
Y así, los regímenes de la órbita Soviética sembraron el terror en sus territorios, privaron, como en el caso de Cuba, a más de dos generaciones de la experiencia de vivir en democracia. El comunismo es la antítesis de la libertad, es la opresión más ignominiosa, como doctrina política, del ser humano. El mundo dijo Perestroika, y cayó el muro de Berlín. Dice un viejo refrán de la sabiduría popular que “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”.
El nuevo orden mundial hizo que pocos países como Corea del norte, Laos y quién sabe alguno más en la remota África, mantenga aún cavernarias formas de convivencia que a título de comunismo, no es más que misantropía.
Al llegar a un siglo de la implantación del primer régimen comunista, ya corren aires, como el cierzo, de que la ideología del prusiano está en terapia intensiva, porque está decrépita, y lo vetusto perece para convertirse en cenizas en un mundo y etapa histórica en que los pueblos deben crecer sin odios ni racismos.
El autor es jurista y escritor.
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