Sin duda, nuestro país es uno de los más ideologizados del continente con repetitivas manifestaciones de ese tipo, pero, lamentablemente, contemplamos una ideologización ligth, carente de academicismo, de doctrina, en ausencia de ideas contrapuestas y coherentes para lograr un palenque político merecedor de ese título. La mediocridad generalizada -no sólo reinante sino creciente- se levanta como un muro para superar la situación. Es que la educación y la cultura transforman, pero se hace muy poco para promoverlas. Reductos de intelectualidad existen, a no dudar, aunque se limiten a sectores muy reducidos, sin influencia en el medio y peor aún en circunstancias en las cuales se los mira como reaccionarios.
Alrededor de lo dicho, en un artículo nuestro anterior aludíamos a la necesidad de ver políticos-intelectuales ocupando la alta función pública como requerimiento normal en la perspectiva de buen gobierno y de superación del medio ambiente. En esa columna citamos el paradigma de Thomas Jefferson, influyente político y presidente norteamericano del Siglo XIX, a la vez destacado intelectual.
Sólo un sinsentido ideológico ha podido llevarnos a una posición exótica de defensa de regímenes liberticidas y criminales de Siria y Venezuela en el Consejo de Seguridad de la ONU y en la OEA, respectivamente, hasta ponernos internacionalmente a contramano, demeritando nuestra imagen de país de cara al vital interés nacional que se dilucida en La Haya. He ahí uno de los extremos de la ideologización. Son imputables los gobernantes, representantes y legisladores improvisados o sin formación quienes nos llevan de tumbo en tumbo.
En el tema político específico, vemos que determinados estereotipos se han decantado en gruesos sectores de la sociedad, entre los que escuchamos “anti imperialismo”, “descolonización”, “anti patrias”, etc., hueros, trillados e inconducentes. Sin embargo, ante la falta de horizonte cultural constituyen fácil anzuelo de reclutamiento y abono para el logrerismo en el actual esquema político. De ahí que nuestra política semeje un estanque sin flujo y no un fluyente caudal de aguas renovadoras.
En las condiciones señaladas la denominada “izquierda” cosecha siembras anteriores y se vanagloria como si fuese su obra, al paso que en la otra vereda quienes se pueden catalogar como “derecha”, sufren una especie de acomplejamiento que, a la par de impedirles capacidad de respuesta, les muestra repitiendo actuaciones y hasta el lenguaje de la misma izquierda. Como alguien dijo, el término “derecha” -entre otros- se ha tornado mala palabra. Esta escasez de personalidad propia ha servido para que un segmento como éste sea acusado de falta de alternativa y de “visión de país”.
En otras latitudes tanto en el campo teórico como en el fáctico-social (sindical y de los gremios) hay otras concepciones equidistantes, innovadoras en relación con el maniqueísmo de izquierda y derecha, siendo conocidas no es necesario nombrarlas; algunas presentes y otras desaparecidas para mal o para bien. La ausencia de legitimidad y solvencia doctrinal determina el universo de medianía política que deriva en el fácil expediente del insulto y el denuesto cotidiano, sustituyendo el juego de las ideas y con ello la ausencia de planteamientos programáticos.
La panorámica que se ofrece es la de una intrascendente vocinglería de los llamados “movimientos sociales”, acogidos a cohabitación con el partido oficial. Como la actitud de izquierda se comparte más o menos entre “moros” y “cristianos”, no pasa nada y menos la sangre llega al río.
A ese estado de cosas se le llama “estabilidad política y social” que, sin duda, en realidad no es ni una ni otra cosa. La ya referida medianía política no ha permitido conocer una guerrilla nativa -en toda su grave profundidad- al estilo colombiano, por ejemplo, tampoco hemos asistido a una eclosión social realmente revolucionaria y menos a una guerra civil. Lo que vemos son “marchas” y cooptación de grupos, de modo tan recurrente cuanto perjudicial a la actividad de la mayoría ciudadana aspirante a un ambiente de normalidad y garantía que, a la postre, es la condición adecuada para el desarrollo y progreso de las naciones.
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