Por circunstancias personales y muy familiares aprendí el aymara de manera paralela con el castellano. Mi abuela materna tenía una finca en el altiplano y desde muy niño me llevaba a ella como su compañerito.
De esa manera, cuando mi abuela Asunta salía en las mañanas para los trabajos de siembra y cosecha, me dejaba a cargo de la encargada de la casa, que era la madre de la familia campesina que atendía la vivienda patronal, de acuerdo con turnos que se imponía la comunidad.
Ella se hacía cargo de mí. Me bañaba, vestía y me atendía en la alimentación. En ese tiempo, los campesinos altiplánicos sólo hablaban el aymara, por tanto mi ama de turno me hablaba en su lengua y mi abuela en castellano. De esa manera, de forma simultánea, aprendí ambos idiomas.
Hasta que se produjo la Reforma Agraria, el 2 de agosto de 1952, era frecuente que viaje a la finca para acompañar a mi abuela. Cuando era ya adolescente, mi mayor placer era montar a caballo. Mi abuela me compró una montura pequeña para que yo pudiera estar más seguro.
Mis amigos eran los hijos de los campesinos, con los que montábamos caballos, mulas y burros, nuestro gusto era galopar largas distancias. Unas veces por recreación y otras para ir a Pucarani o Chililaya, en ese tiempo, ahora le llaman Puerto Acosta, pues está en las riberas del lago Titicaca, para hacer compras que me encargaba mi abuela.
Por tanto, el aymara resulta ser casi como mi lengua materna. La hablo hasta hoy, aunque con ciertas limitaciones por la falta de uso. Sin embargo, la aprecio mucho.
Estas líneas las escribo porque se ha propuesto en el reglamento para la selección de candidatos a autoridades judiciales que sea obligatorio el dominio de un idioma nativo, dependiendo de la región a la que se pertenezca, pues en Bolivia existen varias lenguas que son utilizadas, aparte del castellano.
La solución para no llegar a ese extremo sería que sólo se imponga tal exigencia a quienes van a tener que trabajar en áreas rurales. Pues se da el caso que muchas personas, de ambos sexos, que habitan en provincias van a las ciudades para estudiar una profesión académica y vuelven a sus lugares de origen para formar sus hogares y vivir junto a sus padres y el resto de sus familiares.
Existe también la posibilidad de que, en algunos casos, si los jueces van a ser de provincias, efectivamente es necesario que hablen la lengua del lugar, pero como exigencia general no correspondería.
Al presente, los campesinos de todo el país también hacen el esfuerzo de hablar el castellano, porque con frecuencia tienen que viajar a las ciudades y se encuentran con dificultades para comunicarse con la gente urbana, que mayormente sólo habla el castellano, de manera que experimentan de forma necesaria y por tanto casi obligatoria, utilizar esta lengua.
A fin de no imponer reglamentos sobre este tema, es mejor dejarlo abierto y que cada quien, de acuerdo con sus requerimientos, aprenda una o más lenguas nativas. Esto mismo sucede, de forma natural, con los campesinos, que sienten la necesidad de hablar castellano cuando tienen que ir a las ciudades.
En la actualidad, muchas de las personas que residían en las áreas rurales han optado por vivir en centros urbanos, de manera que, sin que nadie les obligue y menos tengan que cumplir algún reglamento, se ven obligados a aprender el castellano.
La libertad es el mejor recurso que se tiene para tomar decisiones individuales, conforme a sus requerimientos y conveniencias. Por tanto, hay que dejar de reglamentar casos en los que se debe dejar al libre albedrío de los bolivianos la toma de las decisiones que más les convengan.
Por lo demás, pretender obligar a que en la educación urbana se imponga el aprendizaje de las lenguas nativas, en unos lugares puede ser el aymara, en otros el quechua, así como también el guaraní y varias otras lenguas nativas que se practican en el país, es un exceso. Al mismo tiempo, es prueba de que se carece de la experiencia necesaria para implantar exigencias de tal naturaleza.
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