Augusto Vera Riveros
Cuando el 9 de febrero de 1825, el Mariscal Antonio José de Sucre convocó a Asamblea Constituyente a los diputados de Charcas, ni los legisladores de entonces ni el pueblo, y ni aún los doctores de San Francisco Xavier, pudieron imaginar que el llamado venía del futuro gobernante de la próxima nación boliviana. Nadie pudo concebir que en unos meses más, se hallarán bajo el mando de uno de los hombres más brillantes de nuestra escabrosa historia.
Así es, el Gran Mariscal de Ayacucho, más allá de su genio militar, no fue únicamente uno de los estadistas más ilustres que Bolivia ha conocido en sus 191 años de vida, fue además este venezolano que desdeñó su vida por la causa independentista, con seguridad, el mandatario más noble, el que inmaculadamente adoptó medidas económicas, educativas y de seguridad pública urgentes para el novel país. Muchas fueron las virtudes del gran militar, habiendo llegado a la cúspide de su vocación por la tierra tan distante de la suya, con la constitución de la Corte Suprema de Justicia.
Es cierto que su sucesor adoptó muchas medidas administrativas, económicas y sociales que terminaron de constituir la nueva república, pero absolutamente nadie hizo en tan poco tiempo y en el contexto en que la historia le situó, como el vencedor de Junín, con la magnanimidad, desapego al dinero, amor, honradez, clemencia y austera pureza tanto en su vida privada como en el ejercicio público. El cumanés fue benévolo hasta el límite, al defender con intransigencia a quien la historia registró como el que estuvo a punto de quitarle la vida.
Como ocurrió tantas veces a lo largo de nuestra vida republicana, fueron la perfidia, las intrigas y ambiciones desmedidas de quienes sólo unos meses antes con rábido clamor demandaban libertad, las que obligaron a Sucre a dimitir. El Mariscal por quien ninguna viuda y ni un solo huérfano hubieron de gemir; maltratado, decepcionado y dolido, abandonó el país que en gran medida fue obra de su creación, dejando enseñanzas que los nacidos en este sagrado suelo no supimos honrar.
Más de uno se preguntará si no son demasiados adjetivos laudatorios para un epónimo que ni siquiera vio la luz en la patria nuestra. Es que Sucre la amó como no todos los bolivianos lo hacen. ¿Cuántos compatriotas pueden dar pruebas de rectitud con que el hombre más íntegro que nos gobernó ejerció esa magistratura?
Hoy Bolivia se debate entre la inmoralidad de una justicia que se hunde en el lodazal de la más vil corrupción, de instituciones que se funden con la iniquidad, de políticos, sin distinción de credos, que no persiguen más que el poder por el poder, inseguridad ciudadana, en fin, en una descomposición social que la expone a graves resultados. Circunstancias parecidas fueron las que le tocó enfrentar, con valentía, al amigo de todos y azote del desorden; así es que Bolivia enfrenta su presente para salvar su futuro. La célebre sentencia: “Aún pediré otro premio a la nación, el de no destruir la obra de mi creación”, pronunciada por el más insigne de los Presidentes, parece haber caído en saco roto. Un cambio moral profundo que el “héroe y sabio, mártir y santo de América”, como lo definiera el prominente historiador Alfredo Jáuregui, demanda del país. Salvémoslo de la crisis que impide respetar la vida, la propiedad y las ideas ajenas, permaneciendo vigilantes ante la vorágine de desintegración de las instituciones fundamentales que el preferido del Libertador las creó con irrefragable amor.
El autor es jurista y escritor.
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